Demasiado pequeño para ganar la guerra, de Juan Ignacio Ferreras

Principio de la novela Demasiado pequeño para ganar la guerra, de Juan Ignacio Ferreras
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En mayo de 1936, las tropas italianas de Mussolini entran en Addis-Abbeba.
En Francia, el Frente Popular gana las elecciones.
En la España republicana...
 

 

María Luisa me parece muy grande a mí, tan pequeño. Quizás sea rubia o quizás castaña, pero su piel... el color de sus hombros y de sus muslos es blanco, muy blanco y de color de rosa. María Luisa me quiere mucho porque me sonríe siempre; su habitación huele a agua de colonia, está llena de un calor animal, penetrante y acariciador que se me mete dentro.
María Luisa me llama:
—¡Pepucho! ¡Pepucho! Ven, anda, ven aquí.
Yo entro en su habitación y me siento frente a ella. No sé exactamente sobre qué me siento, pero recuerdo mi posición: a mi espalda, la puerta; enfrente, María Luisa; y a la izquierda, una ventana por la que entra un día claro, casi luminoso.
De la habitación no recuerdo nada porque yo sólo miraba a María Luisa, y María Luisa siempre tenía que hacer: cosía o planchaba sin dejar de sonreírme, y, mientras, me contaba un cuento. Siempre el mismo cuento, pero a mí me gustaba.
—Cuéntamelo, cuéntamelo otra vez.
María Luisa vuelve a sonreír y vuelve a empezar:
—Una vez había un pobre leñador que vivía humildemente en una choza. Este leñador tenía un hija muy bonita que se llamaba Rosa. Un día entre los días, el leñador se perdió en el monte, y en medio de la noche oyó una voz que le decía: mándame a tu hija Rosa a dormir conmigo y te daré una moneda de oro. Y el pobre leñador se quedó muy asustado porque no sabía de dónde venía la voz.
Yo, cinco años, me estremezco voluptuosamente: una voz desconocida, una voz que sale de un bosque y que habla así, en la noche...
Pero María Luisa sigue:
—Y la voz le dijo: yo soy un príncipe que vive en el Palacio de la Montaña, y tu hija tiene que subir a la montaña y entrar en el palacio. El pobre leñador se volvió a su choza y le dijo a su hija Rosa que tenía que ir a dormir al Palacio de la Montaña. Y su hija Rosa se fue por el bosque, subió a la montaña, llegó al palacio y llamó a la puerta: tan, tan. Pero nadie respondió, y la puerta se abrió poco a poco y la voz le dijo: ven conmigo. Y todo estaba a oscuras y Rosa no veía nada. Rosa cenó y se acostó en una cama muy grande, y un hombre se acostó a su lado y la cogió en brazos para que durmiera más a gusto. Y Rosa se durmió toda la noche y a la mañana siguiente la voz le dijo: ahora vete a tu choza y en el bolsillo de tu vestido encontrarás una moneda de oro. Y Rosa se salió del Palacio de la Montaña y se volvió a su choza y le dio la moneda de oro a su padre, que se puso muy contento.
María Luisa se calla un momento, pero yo insisto:
—Sigue, sigue...
—Y todas las noches Rosa iba al Palacio de la Montaña y dormía a oscuras con un hombre que la hablaba y hablaba, pero no se dejaba ver nunca. Y los amigos del padre de Rosa, que eran leñadores como él, empezaron a decirle que había que saber quién era el dueño del palacio, y que Rosa tenía que preguntárselo. Y al llegar la noche, cuando estaban en la cama, Rosa se lo preguntó, pero la voz le dijo: no puedes saber quién soy ni puedes verme, y no debes preguntarme nada. Pero Rosa no estaba contenta y a la noche siguiente se fue al palacio con una caja de cerillas, y cenó y se acostó como todas las noches, pero al acostarse escondió debajo de la almohada la caja de cerillas, y en mitad de la noche, Rosa se despertó y, sin meter ruido, sacó la caja de cerillas y encendió una. Pero sólo vio unas manos negras y oyó la voz que le decía: me has desobedecido y ya no quiero nada contigo. Y las manos negras la empujaron fuera del palacio y la tiraron del pelo. Y Rosa se volvió a su choza sin su moneda de oro. Y su padre el leñador ya no volvió a oír la voz, y aunque fueron a la montaña otro día, ya no encontraron palacio ni nada. Y vivieron pobres para siempre.
Y María Luisa acaba el cuento diciéndome:
—Y ya está.
Yo cierro los ojos y veo las manos negras y oigo la voz de aquel príncipe de la montaña, porque tenía que ser un príncipe, y tan misterioso que nadie le pudo ver nunca, ni siquiera Rosa, la hija del pobre leñador.
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