Olga y la ciudad, de José Marzo

Principio de la novela Olga y la ciudad, de José Marzo
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1. Una semana en el campo
 
Tres cineastas habían sido convocados a principios de otoño en una casa rural en el parque natural Sierra de Aracena.

Un par de días antes, el productor, Lisardo, les había enviado un correo electrónico para recordarles la fecha y precisar las señas, incluyendo las coordenadas GPS de la vivienda. Le gustaba intervenir en todas las fases de sus proyectos y decidió hacer un paréntesis en su estancia en Los Ángeles, donde promocionaba las carreras de dos actores españoles. El viaje en avión hasta Sevilla le llevó más de veinticuatro horas, con interminables escalas en Nueva York y Madrid: en la terminal 4 de Barajas no le quedó más remedio que comprarse una camisa nueva y asearse en los lavabos públicos. Por fortuna, su mujer, que había prolongado las vacaciones y se encontraba en la propia ciudad de Aracena, fue a recogerlo en coche al aeropuerto de Sevilla y él pudo hacer los casi cien kilómetros del trayecto de vuelta dormitando en los asientos traseros. Al volante, su mujer, pensativa, le miraba de hito en hito por el espejo retrovisor. En la penumbra del atardecer, buscó en el rostro de su marido la placidez del joven resuelto del que se había enamorado treinta años antes, tan distinto de este hombre corpulento, de piel curtida y mirada apagada.
El director y la guionista habían coincidido por la mañana en otro vuelo de Madrid a Sevilla con una compañía de bajo coste. Aunque habían hecho sus reservas por separado, pudieron viajar en asientos contiguos gracias a las gestiones de una azafata, que intercedió ante otro pasajero para que cambiara su plaza.
–¡Hola, Jaime! –saludó sorprendida Elena, la guionista, con una sonrisa que dejaba entrever sus dientes pequeños, regulares y blancos–. No esperaba encontrármelo aquí: es el vuelo más barato que había... –El pelo rubio y corto, los ojos azules claros, casi transparentes, y la voz aguda acentuaban la expresión infantil de su rostro.
–Hay que ahorrar –se limitó a cortar el director con tono esquivo, apenas farfullando.
Al contrario que al resto de los colaboradores, no le pagaban dietas. Sólo él estaba autorizado para pedir facturas de sus gastos con los datos de la productora, que después le retornaba el dinero. La tarde anterior, su secretaria no le había encontrado asiento ni en el tren de alta velocidad ni en los vuelos de Iberia, y ya sólo quedaban plazas disponibles en éste.
Elena observaba fascinada al director. Le divertía su tono de voz refunfuñón y cálido. Debía de tener unos sesenta y cinco años, pero conservaba el carácter animoso y el vientre plano. El pelo alborotado, las piernas cortas y las gafas de pasta, “el torpe aliño indumentario”, le recordaban al viejo profesor de escuela que en su infancia le había enseñado la tabla de multiplicar.
–¿Le importa si me sujeto a usted para despegar? –le preguntó ella, agarrándose a su brazo con ambas manos–. ¡Me siguen dando miedo los aviones!
–¿Miedo? Oh, no... no hay que tener miedo. Estas cafeteras son seguras.
–¡Espero que más que la mía! –bromeó ella–. Cierra mal y pierde agua por la rosca... –Dio un respingo cuando sintió que los motores del avión se ponían en marcha. Miró abajo, como si pudiera ver los motores a través del suelo.
El director, por una vez, sonrió. Era un acierto haberse decantado por esta guionista. Elena había escrito muchos de los diálogos de una exitosa serie cómica de televisión. Tenía chispa, el don de construir frases con las que los actores se sentían sueltos; diálogos que a él nunca se le ocurrirían, y que en el fondo despreciaba, pero que agradaban al público.
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