Vida de Martín Pijo, de Miguel Baquero

Principio de la novela Vida de Martín Pijo, de Miguel Baquero
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Tratado primero
 
Con el que empieza y cuenta cuál es su patria y la esmerada educación que recibió

 
Estimado caballero: me cuentan de su interés por conocer los hechos de mi vida; en especial, los extraños accidentes que me han venido a precipitar desde el dulce limbo en que usted me conoció hasta el putrefacto barrizal en que me encontró hace poco. Me informan de que, en su empeño por averiguar mi historia, anda usted a la búsqueda de toda aquella persona que alguna vez tuviera trato conmigo, siquiera roce, y que una vez los tiene en su jurisdicción se dedica a freírlos a preguntas, cocerlos a cuestiones y estofarlos a pesquisas. Los conocidos, en fin, me protestan de lo mucho que les importuna.
Como presiento que, por este camino, tarde o temprano se habrá de topar usted con ciertos sujetos a los que, por sus inclinaciones naturales, no les gusta mucho verse interrogados, y son asimismo poco dados a colaborar en averiguaciones, me dedico ahora a relatarle, de propia y primerísima mano, mis andanzas. O, por mejor decir, mis mudanzas. Confío en que, de esta crónica satisfecho, se calmará su perra y no se meterá en berenjenales; pero, si así no fuera, al menos con estas líneas queda usted advertido.
Ya sabrá Su Señoría disculpar, antes que nada, lo tosco del estilo y tantos grumos como encontrará en la pasta del relato; pero es que, así como todo en mi existencia se ha denigrado, también lo han hecho mi léxico, mi ortografía y, en general, mi redacción. De seguro que le pesa el advertir cuán a lo bruto y a mogollón avanzo, cómo salgo trompiconado de las oraciones, me resbalo en las comas y acabo dándome de bruces contra los puntos. ¡Yo, que era el rey del adjetivo, el emperador de verbo, el sultán de la sinécdoque, que ya no me acuerdo de lo que es! ¡Yo, que, tocante a artista, no tenía rival alguno en el colegio! Así, al menos, no cesaban de repetirlo los curas en cuyas aulas me eduqué: «¡Qué bien recita Martinito!», proclamaban, por ejemplo; «¡qué bien canta!», «cómo baila», «¿y sus dibujos?, ¿cabe mayor sensibilidad?» Y a las visitas que me contemplaban en acción y luego se volvían extrañados, les explicaban: «Es el hijo del gobernador».
–Ya entiendo.
Por eso causa tanta más lástima ver cómo ahora sudo y me fatigo y hasta me dan calambres en los brazos cuando de construir un párrafo se trata, y cómo todo este titánico esfuerzo no me sirve más que para levantar, a la manera de un albañil de «tente mientras cobro», un temblequeante edificio de frases mal cimentadas. Porque ésa es otra: si al menos se plantificara mi escrito en tierra firme, valiosa, fecunda, y me guiara un noble propósito, todo tendría un pasar; pero mucho me temo, y ya se lo adelanto, que las ideas que aquí van a predominar las denominan «rastreras» los de su clase.
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