Tratado segundo
Que trata acerca de la caridad, el desprendimiento, la misericordia, conceptos todos ellos fundamentales de nuestro tiempo
No obstante mi propósito de conservarme, por así decirlo, entero, y no dejarme ganar por el demonio del mundo, acciones como las que había visto protagonizadas por Pascual habían mellado mi gruesa coraza, y un ligero escepticismo me pinchaba a veces, aunque intentara ignorarlo. Escepticismo hacia la persona de mi abuelo, por ejemplo. Como ya advertiría usted, a él no le gustaba en absoluto participar en el tiroteo y en la cuchipanda que se organizaba después de cada montería; antes bien, prefería mirar a los asistentes tras la ventana de su despacho y no mezclarse con ellos. Como me decía en la intimidad de su despacho, «todos estos burócratas, tecnócratas o como se diga han traicionado el espíritu inicial y ahora no se busca más que el medro y el mangoneo». Por parecidas razones era que miraba mal a mi padre (su yerno) y le tildaba de trincón, de aprovechado, de oportunista, a veces por el mero hecho de que cenaba con un constructor o merendaba con un empresario. «Déjeme, abuelo, haga el favor, que se ha quedado anclado usted en la guerra», solía responder mi padre a sus reconvenciones. Pues bien, pese a todas estas disputas y la furia que se apoderaba de mi abuelo cada vez que veía llegar escopeteros a la finca, nunca se le ocurrió retirarse de aquel «infame trapicheo» y cambiar La Berzosa, con su amplísimo personal de servicio, por uno de sus gloriosos e irreductibles alcázares. Como sospechaba entonces y hoy advierto con nitidez, mi abuelo nunca dejó de poner el cazo mientras pudo.
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