'Polvo', de 'Aurora', por José Marzo

Relato completo, del volumen Aurora, de José Marzo
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Polvo
 
A las cuatro de la madrugada, lo que le gustaría es estar en casa, no trabajando en los grandes almacenes. Tiene sueño, pero no necesita dormir, se conformaría con tenderse en el sofá y relajar las piernas. A veces le pican, le pican mucho. Están cubiertas de varices, sobre todo en los tobillos, a los que parecen enredarse. Encarna tiene cincuenta y tantos años, de los cuales ha pasado más de treinta de pie tras un mostrador. Por eso, ahora prefiere un empleo de limpiadora; puede caminar. Recorre los pasillos arrastrando por delante de ella un cepillo de mango largo envuelto en una bayeta. Camina con paso lento, sin apartar la vista del cepillo, pensando en sus cosas. Ocho horas todas las noches detrás de un cepillo dan de sí para pensar.

De las doce plantas del edificio, contando los sótanos, sólo siente aversión por la planta baja. Otras compañeras la prefieren porque desde ella pueden ver coches, luces, gente que pasa a cualquier hora. Encarna, por el contrario, se siente observada. No sería la primera vez que se girara y viera dos ojos pegados a la luna, curioseando. Por eso procura hacer rápido lo que tenga que hacer. En el cruce de dos pasillos, apoya el cepillo en una columna y va en busca de la escoba y el recogedor. Recoge los montoncitos de polvo y papeles, vacía los ceniceros y las papeleras, y lo arroja todo en una abarrotada bolsa de basura.
Para limpiar bajo los mostradores, debe deslizarlos. Pero hay uno, en la sección de joyería, demasiado pesado. No tiene ruedas, y aunque lo empuja y lo empuja con fuerza, no consigue desplazarlo. Como en las últimas semanas, Encarna decide posponer su limpieza para la noche siguiente. Mañana lo limpiará. Se seca el sudor de la frente con el pañuelo, agarra el cepillo y la bolsa de basura, la escoba y el recogedor, y se dirige al ascensor.
Ya tiene un pie dentro cuando duda y se vuelve. Mira el mostrador. Otras dos veces repite el mismo gesto: vuelve la cabeza y mira; mira de reojo un mostrador que por momentos aumenta de tamaño en su conciencia, que cada vez esconde más polvo en sus bajos.
Suspirando, Encarna desanda el camino. El ascensor se cierra a sus espaldas. Luego empuja el mostrador apoyando en él su espalda, con todo el peso de su cuerpo. El chirrido, agudo, llena la sala, alcanza la calle. Barre el suelo bajo el mostrador y después lo rodea para situarse al otro lado. Empujando con sus brazos y sus rodillas, con las caderas y con los hombros, lo desplaza hasta recolocarlo en su sitio.
Antes de echarse de nuevo a andar, cansina, hacia el ascensor, vuelve a secarse el sudor de la frente. El pañuelo está empapado. Hay muchos maniquíes expuestos en el escaparate. Mujeres delgadas, elegantes, guapísimas. No se ve a nadie en la calle.
Encarna toma el ascensor. Estos ascensores modernos no hacen el menor ruido ni se tambalean; una podría dormir en ellos. Le viene a la memoria que una hora antes, al pasar junto a la lavandería y ver los enormes canastos de ropa limpia, se imaginó dentro de uno, durmiendo entre montones de mantelería blanca. Ya sabía ella que se le pasaría el sueño. Siempre acaba pasando. Todo acaba pasando.- - -
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