'La vida es puro teatro' (de la novela 'Actores sin papel', de José Marzo)

Extracto de la novela Actores sin papel, de José Marzo

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Me llamo Gus y soy actor. Lo era. Lo sigo siendo, pero ya no ejerzo la profesión. Aunque haya trabajado de taxista, de comercial, de camarero o de pintor de brocha gorda, no podría renunciar a mi vocación, que llevo pegada a mi personalidad como una mancha en pleno rostro. Soy actor cuando viajo en autobús y cuando bajo a por el pan, cuando comparto mesa en el desayuno con los compañeros de trabajo o cuando me miro en el espejo del servicio. Leyendo un libro, mi mente recita los diálogos, y viendo una película, aprendo de los errores de las estrellas, gozo con sus aciertos. Durante varios años, me gané la vida interpretando. Participé en varias giras, y por un papel secundario en una obra que estuvo tres meses en cartel en el Teatro Español, se me incluyó en la lista de candidatos al Premio Nacional. Pero no soy famoso, ni siquiera conocido. A veces, a modo de cura de humildad, vuelvo a ver el anuncio de una agencia de viajes que marcó el cénit de mi carrera: hago tantas muecas en treinta segundos que ni yo mismo me reconozco, afortunadamente. Nunca gané tanto dinero en tan poco tiempo, pero la cuesta abajo sería meteórica. La cosa me permitió vivir aún varios meses de la profesión... La última mitad del dinero la invertí en una cooperativa. Establecimos nuestro teatro-estudio en un garaje del barrio de Chamberí, a dos manzanas de la sala Clamores. El entarimado del escenario, la pintura negra de las paredes, los telones rojos y los decorados... todo lo hicimos nosotros. Adaptábamos a teatro de cámara textos de autores contemporáneos y clásicos como Arrabal, Ionesco, Miller, Ibsen, Chejov o incluso Epicuro, el de los pistachos. Fue la época más plena de mi vida, pero no la más feliz. La plenitud se puede alcanzar, en el peor de los casos, hasta en una guerra; la felicidad tiene más que ver con la paz de una puesta de sol o con la ternura de un bebé que gatea. Luchábamos con denuedo por conciliar el arte con los ingresos; organizábamos talleres para los escolares de la zona, impulsamos un teatro aficionado con vecinos del barrio, ofrecíamos la sala en alquiler por horas para celebraciones e instalamos una máquina automática de café. No éramos hombres de negocios, así que ya pueden imaginarse lo que ocurrió. A las representaciones, rara vez acudían más de veinte personas, la mayoría familiares y amigos; en los talleres, solía haber más profesores que alumnos; y decidimos retirar la máquina cuando descubrimos que, siendo nosotros mismos los únicos clientes a los que parecía gustarles el café, nos salía más barato hacerlo en una cafetera de las de toda la vida. A la que sería la última función, un sábado por la noche, no asistió ningún espectador. Nuestra interpretación de Tío Vania fue tan convincente, que acabamos llorando de la emoción y aplaudiendo a la sala oscura. Yo tenía apalabrado ya, para el lunes siguiente, un empleo en una zapatería.
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