De la novela El bachiller, de Jules Vallès
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Angelina es alta, delgada, de tez pálida, nariz puntiaguda y labios finos.
—¡Ah!, ¿sabes? —dice ella tras haber cantado el estribillo—, ha venido el panadero y ha dicho que dejará de fiarnos si no pagamos la última cuenta.
—¿Y Royanny?
—¡Royanny! Ha salido para ver si querían aceptar sus pantalones en el monte de piedad de la Contrescarpe; en el de Condé no se los han querido.
Matoussaint, que acaba de colgar su inmenso sombrero de una percha en la pared (como un griego colgaría su escudo), Matoussaint se rasca la frente.
—Ya ves, hermano, la miseria nos persigue.
¿Hermano? ¡Ah, soy yo! Ya no me acordaba. Jamás he tenido hermanos y no puedo acostumbrarme de buenas a primeras a tan tierno apelativo.
—Pero oye —dice, cambiando de tono—. Tú acabas de llegar. Debes de tener dinero. Los recién llegados llevan siempre dinero en el bolsillo.
Me declaro en quiebra.
Angelina me mira con aire despectivo.
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