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Pasé toda la tarde de ayer escribiéndole una carta. Carta
que una y otra vez rompí, que una y otra vez modifiqué y corregí, sin llegar a
sentirme satisfecho en ningún momento, ni siquiera cuando di por definitiva la
última versión. Era una carta desordenada, en la que, después de una larga
disquisición sobre el estado de mi ánimo promotor de la súbita decisión de mi
viaje, le preguntaba… ¿Qué? Es lo que yo quisiera saber. La pregunta
fundamental fue distinta en cada una de las versiones de la carta y no puedo
estar seguro ahora de cuál de ellas, finalmente, prevaleció. Y si no
esencialmente distinta, sí, al menos, enfocada desde unos puntos de vista, unas
interpretaciones de los hechos, unas valoraciones de los recuerdos tan
dispares, que como radicalmente distinta me la hacían aparecer.
Luego salí de mi casa, de la casa de mi hermana, mejor
dicho, y me dirigí hacia Correos. Pero, a mitad de camino, se me ocurrió pensar
que era ridículo enviar la carta por este medio estando en la misma ciudad, y
retrocedí, con intención de llevarla personalmente.
Vivía cerca de donde me encontraba, en la calle de San
Fernando, en una casa antigua, señorial, situada casi frente a la entrada de la
vieja Fábrica de Tabacos, ahora Universidad. Una casa que yo conocía bien y
que, en muchas ocasiones, había sido para mí como un templo, como un segundo
hogar. Casa de un solo piso, además del bajo, con un gran patio central de
mármol con veinte columnas y una fuente rodeada de macetones pintados de verde,
con esparragueras, helechos y aspidistras. En la parte de atrás, había un
jardín que lindaba con el del Alcázar. Un jardín con tres palmeras muy altas,
tres cipreses, dos magnolios, un cedro, veintitantos naranjos y un sinnúmero de
arbustos de jazmines, campanillas, glicinas, diamelas y buganvillas, algunos de
los cuales trepaban hasta la azotea, enmarcando las ventanas de los
dormitorios; además, un surtidor de cerámica, tres bancos de azulejos con
arabescos verdes y blancos, una pérgola, bajo la cual se formaba una especie de
merendero, y un gran espacio despejado, de albero, en el que muchos jueves por
la tarde, en los tiempos del colegio, habíamos jugado Antonio y yo con otros
compañeros.
Al final de la avenida, creo que me detuve, rasgué el sobre
y releí la carta, considerando cada una de sus frases. Hube de regresar hasta
el estanco que hay frente al Coliseo para comprar otro sobre, en el que en
seguida puse la dirección. Pero mi decisión había sufrido un fuerte quebranto,
que se tradujo en la lentitud de mis pasos y en que, en vez de cruzar a la otra
acera, siguiera en línea recta, atravesara los jardines de María Cristina y me
dirigiera hacia la orilla del río.
El paseo de las Delicias estaba repleto, como siempre, de
parejas de novios y grupos de chicas y chicos que daban la impresión de
buscarse unos a otros sin saber ni poder encontrarse nunca, como si una fuerza
cósmica se encargara de mantenerlos siempre a la misma distancia. A la terrible
y patética distancia de la impotencia y el aburrimiento.
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