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Beatriz se corta el pelo
Beatriz se corta el pelo
Olga y la ciudad, de José Marzo |
Aún no había cumplido los dieciocho años cuando Beatriz salió al amanecer de su casa en Argaelo con nada más que una maleta, caminó renqueando hasta el cruce con la carretera general y tomó el autocar que la llevaría a Madrid.
La noche anterior, sentada frente al espejo del tocador de su dormitorio, se había cortado a tijera, con rabia y lágrimas en los ojos, su melena larga y rubia.
Con aquella escena del corte de pelo y la inmediata partida del pueblo concluía la primera de las tres partes de que se componía la novela. También tendría la suficiente fuerza, en opinión de todos, para marcar un antes y un después en la película.
–Me ha recordado una situación parecida de La Regenta –dijo Elena.
La escena que se le había quedado grabada en la memoria no procedía directamente de la novela de Clarín, que no había leído, sino de una de sus versiones cinematográficas.
–¿No era Aitana Sánchez-Gijón la que hacía el papel? –se preguntó en voz alta.
–¡Ah, sí! Ya recuerdo –dijo Jaime–. Una interpretación estupenda...
Elena ni siquiera estaba segura de si la Regenta se cortaba la melena o simplemente se soltaba el pelo. Aquella noche había hecho penitencia pública caminando descalza por las calles empedradas, a la vista de todos los vecinos. Aquellos hipócritas que la miraban asomados a las ventanas, celosos guardianes de la moralidad, se reían para sus adentros de la candidez de la hermosa mujer, incluso avergonzados de presenciar un ritual que, de ser sincero, habrían considerado obsceno. Impelida a hacerlo por su confesor, se había sentido tan ridícula dejándose llevar a tal muestra extrema de religiosidad, que para ella significó, más que la gota que colma el vaso, la constatación de hallarse en una senda falsa, contraria a las verdaderas inclinaciones de su sensualidad y de su espíritu.
También Beatriz se había sentido en el punto de mira de todos sus vecinos, al mismo tiempo empujada y juzgada. El que había sido su novio desde la pubertad, Ricardo, se había quitado la vida de un disparo en el pecho días después de que ella le expresara su deseo de romper la relación. ¿Cuántos en el pueblo conocían aquella circunstancia? Quizás nadie, puede que algunos la intuyeran. Pero Beatriz leía acusaciones en cada mirada y en cada frase de pésame. A una edad en la que aún vivimos como un juego, ella se veía confrontada a ostentar un duelo que no lograba sentir. Sin haberse casado, sin haber formado una familia, las ropas negras de su luto impuesto la señalaban ante sus compañeros de clase y de vecindario como una viuda precoz. Ellos seguían siendo unos niños, mientras que ella representaba sin convicción el papel de una mujer con el porvernir roto. Durante el velatorio, un muchacho de su misma edad se atrevió por fin a entrar en la sala iluminada por velas. Al pasar ante el ataúd descubierto y ver al muerto de cuerpo presente, su rostro palideció. Más angustiado que triste, saludó a la madre de Ricardo: “Señora, mi más sentido pésame”, y le dio dos besos. Luego se dirigió a Beatriz y, con torpeza, le dijo las mismas palabras, “Mi... mi más sentido pésame”, y le dio los dos mismos besos en las mejillas. Ella bajó la mirada, avergonzada.
El productor, Lisardo, que los acompañaba en esta sesión, había dado tres aplausos, cadenciosos e histriónicos, cuando Víctor leyó el resumen de la escena.
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