Senderos de gloria, de Humphrey Cobb (un fragmento)


La carta de Langlois:


Desde el frente.
Querida esposa:
¿Por dónde podría empezar a contarte lo que me ha ocurrido? Es demasiado cruel, pero cuando leas esta carta, ya estaré muerto, caído ante las balas de un pelotón de ejecución francés. Me siento perdido y solo. Debes perdonar mis incoherencias. Las ideas y los sentimientos me brotan con tanta rapidez que las emociones terminan dominándome.
Si el sargento Picard o el capitán Étienne te visitaran, has de creer lo que te digan. Eran amigos y Picard es el cura que ha prometido encargarse de que recibas esta carta. El coronel Dax, eso creo, también era mi amigo, aunque más lejano. Ellos te contarán cómo se ha desarrollado todo. Para ser breve, esto es lo que ha pasado. Esta mañana fracasamos a la hora de lograr nuestros objetivos. Parece que hace siglos ya. No fue culpa nuestra. Ningún ser humano hubiera sido capaz de avanzar a través de un fuego así. Alguien ha querido que se diera ejemplo, y yo soy uno de ellos. Hay otros dos además de mí. Nos han formado un consejo de guerra y nos fusilan por la mañana. Nos han acusado de cobardía y el consejo de guerra ha funcionado como una apisonadora. No me comporté como un cobarde, te lo juro. Pero querían dar ejemplo. No digo que no tuviera miedo. Todos lo teníamos.
¡Oh, mi amor! ¡Mi vida! Palabras, palabras, ¡qué penosamente insuficientes me resultan! El presidente del tribunal era un coronel, un tal Labouchère, y su nombre suena a lo que es, un carnicero, aunque supongo que lo que hacía era cumplir con su deber.
La velocidad con que pasa el tiempo me aturde. En cualquier momento puedo oír los pasos de los guardias que vienen a por nosotros. No, eso no es cierto. Todavía es de noche y no nos fusilarán antes del amanecer. Les hace falta la luz para apuntar. Es tan difícil ser honesto, sobre todo en los momentos críticos. Lo que quiero decir es que me siento como si pudieran venir en cualquier momento. La verdad es que aún me quedan unas horas de vida. Pasarán despacio y deprisa al mismo tiempo. Me noto entumecido por dentro, igual que si tuviera los intestinos llenos de plomo. Pronto lo estarán de verdad. Perdona este sarcasmo barato y cruel. Quizá, mientras te escribo, sea capaz de controlarme un poco. Trataré de no infligir a tu corazón el dolor que siento porque, cuando tú sepas de él, el mío ya habrá terminado para siempre. Jamás hubiera imaginado que el tiempo pudiera ejercer una presión tan terrible.
¿Qué será de ti, mi amor? ¿Qué será de esa nueva vida que ya debe de agitarse dentro de tu cuerpo, ese cuerpo que he amado tanto y que no volveré a ver nunca? Pero no es en tu cuerpo en lo que pienso ahora. Sintiéndome, en estos momentos, un ser medio incorpóreo, he perdido toda inclinación a la sensualidad. Por el contrario, mi mente trabaja con una intensidad tal que está a punto de estallar. Mi añoranza por ti es una angustia que a duras penas puedo soportar. Hasta el último átomo de mi ser se pone en tensión ante tu recuerdo en un lastimero y desesperado intento por traerte junto a mí para que podamos consolarnos el uno al otro. Pero estoy solo, y mi única forma de comunicación consiste en dejarte esta triste carta para que la leas cuando yo haya desaparecido.
En ese punto reside, creo, la brutalidad de la muerte: la repentina incapacidad para comunicarse. Dentro de mí crece la ira y me pregunto si acabaré volviéndome loco. Entonces siento la necesidad de decirle a la vida lo que pienso de ella, ahora que voy a partir de sus dominios. Luego me doy cuenta de lo inútil que sería, y la ira remite y floto por unos instantes en un sereno océano de tolerancia y resignación. Acaba de ocurrirme y no he escrito nada durante los veinte minutos anteriores a completar esta frase. Estaba en una especie de trance, supongo. He observado a Didier mientras redactaba su carta. He observado a Férol, tumbado en su rincón, fumando sin inmutarse, como si tuviera todo el tiempo del mundo por delante. Bueno, el caso es que lo tiene, aunque no parece darse por enterado de la forma que va a adquirir. Envidio su fatalismo. Siempre he pensado que yo también lo poseía, pero el suyo da la sensación de funcionar, el mío no.
Ahora, de pronto, la amargura regresa. Esta vez la trae la visión de una cucaracha que explora las grietas del suelo en el puesto de guardia. La cucaracha estará viva, explorando como siempre ha hecho, cuando yo esté muerto. Esa cucaracha tendrá la posibilidad de comunicarse contigo, una posibilidad que a mí, a tu marido, le han robado: la posibilidad de comunicación que supone la vida.
Ayer, sin ir más lejos, antes de la ofensiva, hablaba con los soldados. Les decía que yo no tenía miedo de morir, sólo de que me mataran. Era verdad, y lo sigue siendo, aunque sé que soy capaz de enfrentarme al pelotón de ejecución sin flaquear. Pero ahora he aprendido que el temor a una cita con la muerte es algo real y terrible. Y pensar en ti, amor mío, es lo único que me da fuerza para vivir estas horas.
La injusticia que rezuma todo este asunto me resulta tan obvia que no deseo extenderme al respecto. No cabe duda de que me encuentro en un estado de violenta rebeldía contra ella. Pero es la injusticia que te hacen a ti la que provoca que me exalte si me detengo a pensarlo más de la cuenta. Aquí estamos, dos seres humanos que nunca le han hecho daño a nadie. Nos amamos y hemos creado juntos, a partir de dos vidas, otra nueva, una vida que es nuestra, sólo nuestra, que es nuestra más preciada posesión, algo hermoso y que nos llena, intangible, pero más real, más necesario que cualquier otra cosa en la vida. Hemos dedicado nuestros esfuerzos y nuestra inteligencia a construir, a expandir y a mantener el armazón en su sitio. De repente, alguien irrumpe sin el más mínimo cuidado, sin siquiera saber quiénes somos, y en un instante transforma nuestra relación exclusivamente personal en una horrible ruina, destrozada, que se desangra y se retuerce de dolor.
Dulce y adorada mitad de mí mismo, estoy divagando. No diré, no puedo decir, todo lo que siento o pienso. Si pudiésemos estar el uno en brazos del otro, si tuviésemos la oportunidad de mirarnos a los ojos, no necesitaríamos ningún otro tipo de comunicación. Pero no soy capaz de poner fin a esta carta. Es mi único medio para hablarte. Cuando acabe, y tarde o temprano tendré que hacerlo, el silencio, de acuerdo con mis creencias, será eterno. ¿Vas a reprocharme que trate de prolongar una conversación que ya no podrá reanudarse jamás? ¿Vas a reprocharme que intente retrasar una despedida que será para siempre? ¿Vas a reprocharme que intente expresar mi incapacidad para expresarme?
Te quiero tanto.
Me tocó en un sorteo. El sargento mayor hizo una chapuza, así que hubo que repetirlo. Fue la segunda vez cuando me eligieron a mí. Una simple confusión de números y aquí estamos, tú y yo, sometidos a esta tortura. No trato de entenderlo.
Por favor, por favor, habla con un abogado y que investigue mi caso. Tu padre te ayudará. Utiliza toda la influencia que puedas, pide dinero prestado, si es necesario, recurre a las últimas instancias judiciales, al mismo presidente. Haz que mis asesinos paguen por su crimen. No tengo perdón en mi corazón para ellos, quienesquiera que sean, sólo venganza, un profundo deseo de venganza que dejo en tus manos como un deber que tienes que cumplir.
¡Cómo te amo, mi vida! Tengo en la mano la cartera que me diste. La estoy tocando. Es un objeto que has tocado tú. Haré que te lo envien. La beso por todas partes, triste tentativa de transmitirte mis besos. Pobre, desgastado y grasiento trocito de cuero. Qué brote de amor emana de mí y se derrama sobre este triste objeto, el único vínculo, trágico, personal, que me une a ti. Se me saltan las lágrimas y no puedo contenerlas. Se vierten por la cartera y le dan un aspecto aún más endeble y feo del que tenía. Cómo me alegro de no haberme traído tu fotografía. ¿Recuerdas, cuando me la diste, cómo lloré por lo bella que era y la expresión tan triste que tenías? Tenerla ahora aquí conmigo me mataría, pero a pesar de ello, no apartaría los ojos de ella.
Los límites de mi alma parecen estallar. Me ahogo de pena y de melancolía. Férol sigue fumando. Didier ha terminado su carta y yo tengo que ir dejando la mía; así no me debilitará el pensar en ti.
Adiós, mi vida, mi amor, mi querida esposa. Sé valiente. El tiempo te ayudará. Ahora consigo controlarme. Ya no tengo miedo. Me enfrentaré a las balas francesas como un francés. El sacerdote acaba de regresar. Cómo te amo, cómo te necesito. Mi amor, siempre te he amado, siempre te he necesitado. Me has dado todo lo que podía satisfacerme. Adiós, adiós. Ya no me importa si va a ser niño o niña. Puede que lo mejor es que sea un niño, porque tu sufrimiento al leer esta carta será mucho mayor que el mío al escribirla. Todo mi amor es sólo para ti...


De la novela Senderos de gloria, de Humphrey Cobb.
Traducción de Juan José Pulido
ACVF Editorial
Descargar ebook