Polución, de Manuel García Viñó

(principio de la novela)

—¡Mira! —gritó Dimitri.

Lo hice en la dirección hacia la que señalaba.
—Aquella mole es el Parnaso.
Yo quise verlo y lo ví, me parece, más con la voluntad que con los ojos. Entre la suciedad de los cristales y la bruma, era imposible distinguir nada con claridad; mucho menos, saber si aquella masa oscura era una nube, una montaña o un fantasma del deseo y de la imaginación.
Uno de nuestros compañeros de viaje dijo algo en griego y Dimitri me lo tradujo.
—Dice que cree que ése no es el Parnaso; que Delfos cae más hacia el norte.
La decepción se unió al cansancio y al frío y me empujó todavía más hacia abajo, hacia el fondo de lo que yo asumía como un estado agónico.
El taxi, un coche americano muy espacioso, corría por la autopista de Tesalónica. El chófer canturreaba y el viajero que iba a su lado, como desde que salimos de Atenas, gritaba por la ventanilla, cada vez que nos adelantaba, o adelantábamos, un coche con la bandera del Olimpyacos:
—¡Yves! ¡Yves! —y agitaba otra bandera que él llevaba.
Para poder hacerlo, había de mantener la ventanilla abierta y por ella entraba un aire helado y húmedo.
Ni Dimitri ni yo conocíamos de nada a aquel individuo ni al que había dicho que la sombra difuminada muchos kilómetros al este de la carretera no era el Parnaso. En la estación de autobuses de Atenas, el taxista nos había reunido, aprovechando el deseo, común a los cuatro, de no viajar de pie, en el pasillo de cualquiera de aquellos tres destartalados coches de línea pintados de verde y dispuestos para la marcha, hasta Lamía. La circunstancia de ser sábado se había unido a la de la celebración de un partido, al parecer importante para aquellos dos tipos, para el taxista y para otra mucha gente.
Paramos en Kamena Vourla, uno de esos lugares con gasolinera, estación de servicio, unos cuantos bares y tiendas con dulces y objetos de regalo, sucedáneos unos y otros de lo típico del país, como tantos que se encuentran en todas las grandes carreteras del mundo. Al principio, dije que me quedaba en el coche; me sentía terriblemente cansado. Pero los dos griegos aficionados al fútbol insistieron tan amablemente por medio de Dimitri, que decidí aceptar un refresco.
Había mucha gente en el bar, donde se respiraba ambiente de fiesta. A través de las cristaleras y de los árboles, se divisaban las costas de la isla de Evia, doradas por el sol tamizado del atardecer, que había logrado romper ligeramente la niebla cuando ya era incapaz de calentar.

(ebook y libro)

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