'En la bodega de la esquina', 'El bachiller', por Jules Vallés

'En la bodega de la esquina'
De la novela El bachiller, de Jules Vallès
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Hacía calor. El sol abrasaba la basura en la boca de las cloacas y pudría los restos de col en el arroyo. De esta calle de mucho tránsito y flanqueada de puestos de freidurías subía un hedor a limo y a grasa que me revolvía el estómago.
Tenía los pies ensangrentados y la cabeza me ardía. La fiebre se había apoderado de mí y el cerebro daba bandazos en mi cráneo como una marea de plomo fundido.
Dejé mi puesto de observación para dirigirme adonde circulase más aire, yendo a derrumbarme en un banco del bulevar, desde donde miraba pasar a la muchedumbre.
Acababa de llegar de provincias, donde, de cada diez personas, cinco te conocen. Aquí, la gente camina a centenares: ¡habría podido morir sin que nadie se fijase en mí!

Ni siquiera era ya la bonachonería de la calle populosa y vulgar de donde acababa de salir.
En este bulevar la muchedumbre se renovaba sin cesar; era la sangre de París que circulaba hacia el corazón, y me sentía perdido en aquel torbellino como un niño de cuatro años abandonado en una plaza.
¡Tengo hambre!
¿Debería echar mano de uno de los sueldos que me quedan?
¿Qué será de mí si los gasto sin haber encontrado a Matoussaint? ¿Dónde voy a dormir esta noche?
Pero mi estómago se queja y siento la cabeza grande y hueca; tengo escalofríos que me recorren el cuerpo como descargas eléctricas.
¡Adelante! ¡La suerte está echada!
Entro en una panadería a comprar un panecillo de un sueldo y lo devoro como un perro.
En la bodega de la esquina pido un tintorro.
 
¡Oh!, este vaso de vino fresco, esta gota de púrpura, esta taza de sangre.
Mis ojos quedaron deslumbrados, mi cerebro se limpió y mi corazón se dilató. El vino penetró en mí como fuego en las venas. Jamás había conocido en la vida sensación tan intensa.
Un momento antes había experimentado el deseo de regresar al patio del Servicio de Postas y solicitar que me dejaran partir de nuevo, aunque tuviera que almohazar los caballos y cargar baúles bajo la cubierta de lona para pagar mi billete de regreso. Sí, esa cobardía había pasado por mi mente, bajo el peso de la fatiga y en el vértigo del hambre. Ha bastado con este vaso de vino para rehacerme, ¡y me yergo en medio del torrente de hombres que discurre!
 
Son las dos de la tarde.
Los pies se me están despellejando, y no he visto a Torchonette en ninguna de las fruterías. 
¿Qué hacer?
En una de las callejas que he cruzado hace un momento he visto un albergue a seis sueldos la noche. ¿Tendré que ir allí, con aquellas mujerzuelas, entre chulos y estafadores? ¡Todo olía a vicio y a crimen! No me quedará más remedio.
¿Y mañana? Mañana me habré convertido en un vagabundo.
 
¡Otro vaso de vino!
Son dos sueldos menos, pero serán otros mil francos de valor.
 
Otro tintorro —le digo al tabernero con aire arrogante, como si debiera tomarme por un vividor porque repetía tras una pausa de una hora; ¡como si pudiera acordarse de mí!
Le pago con diez sueldos; una moneda de plata en vez de monedas de cobre; cuando se es pobre, uno siempre está cambiando sus pocas monedas de plata.
—Cincuenta céntimos: aquí tiene seis sueldos. 
El hombre me devuelve el cambio.
—Sólo he tomado un vaso.
—Usted ha dicho otro...
—Sí... sí...
No me atrevo a explicarme, a decir que aludía al vaso de antes; ruborizándome, recojo lo que me da el tabernero y le oigo decir a su mujer:
—¡Quería sisarme un tintorro, el muy desgraciado!
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