'El desayuno' (de 'La pérdida del centro', de Manuel García Viñó)

De la novela La pérdida del centro, de Manuel García Viñó

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El primer día que despertó en casa de su abuela, en el pueblecito serrano, el pequeño Manuel, apenas se encontró vestido, salió por la puerta del corral, atravesó las dos callejuelas empinadas que le separaban de la casa del jardín, y se detuvo junto a la verja de éste, con la frente clavada entre dos barrotes verdes, esperando. Nadie. Nada. Las puertas de la casona estaban cerradas, pero no como otras veces. Más cerradas todavía. Como si la casa estuviera enferma. O durmiera. O hubiera muerto durante el invierno con sus habitantes… Pero el niño no se movió. Continuó esperando. Y allí hubo de venir a buscarle una de sus tías para que fuera a desayunar.
Empinado sobre el poyete de la cocina, mientras miraba a su abuela, que restregaba con fuerza un diente de ajo sobre una rebanada de pan tostado, preguntó:
—¿No hay nadie en la casa del jardín?
—Aún es pronto —respondió la abuela.
—¿No viene Eduardito?
—Te digo que aún es pronto.
—¿Cuándo viene?
La abuela terminó de untar el ajo, cuyo olor flotaba por todo el ámbito de la gran cocina. Puso la rebanada sobre el plato y la roció de aceite, hasta que estuvo bien empapada. Luego llenó de leche un tazón y, junto con la tostada, lo llevó a la mesa.
—Vamos, a desayunar.
Manuel se acercó a la mesa, se encaramó a un taburete que había junto a ella y atrajo el tazón hacia sí.
—¿Cuándo viene? —volvió a preguntar.
—¡Y yo qué sé! Dentro de un mes… Para el verano.
—¿Es mucho un mes?
—¡Hala!, bébete la leche, que se te va a enfriar.
Manuel dio un ruidoso sorbo. Luego partió en dos la rebanada y se llevó a la boca una de las porciones.
—¿Es mucho un mes? —volvió a preguntar, con la boca llena. El aceite resbalaba por las comisuras de sus labios.
—Según —dijo la abuela.
Manuel entendió que sí lo era.
—¿No puede venir antes?
—¡Y yo qué sé! ¡Qué preguntón eres! Además, para lo que te va a servir a ti…
Pero, en cuanto hubo terminado su desayuno, aún masticando el último bocado, Manuel salió por la puerta del corral, atravesó las dos callejuelas empinadas que lo separaban de la casa del jardín, y se detuvo junto a la verja de éste, con la frente clavada entre dos barrotes, esperando, por si ya había pasado un mes.
Nada. Nadie. Ni tampoco al día siguiente, ni al otro, ni al otro… Nada, nadie, ningún día… Y la casa parecía cada vez más cerrada, más muerta.

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