El escorpión, de Manuel García Viñó (principio de la novela)

Principio de la novela El escorpión, de Manuel García Viñó

Viernes por la tarde


 
El sol caía a plomo sobre el coche, al que sólo de refilón alcanzaba, en la parte delantera, la sombra de la marquesina. Los viajeros nos manteníamos alejados de él, desparramados a lo largo de la zona de sombra del andén, casi totalmente ocupada por bancos medio destrozados, montones de equipaje y puestos de agua. No dejaban de entrar y salir coches, y el olor a grasa y el runrún de los motores parecían aumentar los efectos del calor; hacerlos más insoportables, por lo menos.
Donde estaba, era objeto de continuos empujones por parte de otros viajeros; sobre todo de unas mujeres vestidas de negro, con pañuelo también negro a la cabeza, que portaban enormes canastos y parecían todas iguales. Por eso me encaminé hacia el quiosco de los periódicos, alejándome del coche, aun a riesgo de llegar el último en la carrera que se organizaría cuando el cobrador diera la voz de marcha y tenerme que conformar con viajar en la «bañera», como llamaban al asiento del fondo, donde el traqueteo alcanzaría su grado máximo, y donde el sol me azotaría el cogote por lo menos durante la mitad del viaje.
Pensé comprar una revista o una novela barata, pero desistí. Ni el movimiento a que, de todas formas, me vería sometido, ni el empedrado que había levantado en el interior de mi cabeza la falta de sueño, me permitirían leer una sola línea.
Vi venir a Juan, pero no moví un solo músculo; ni de mi cara ni de ninguna otra parte de mi cuerpo. Él, en cambio, sonreía con toda la boca, mientras se acercaba, andando un poco ladeado para compensar el peso del maletín.
—Por fin me voy —dijo, cuando estuvo junto a mí.
Soltó la maleta sobre mi pie, lo que contribuyó a aumentar el ligero malestar que su presencia me había producido.
—¿Regresas el lunes? —siguió.
—Quizá.
—Toma.
Me alargó un cigarrillo, que yo cogí y mantuve entre los labios sin encender.
Entretanto, sentía correr las gotas de sudor a lo largo de la espalda y por las piernas. Mi ropa interior, empapada, se había arrugado y me escocía en las íngles y en la cintura. No pude menos de comparar mi camisa abierta hasta casi el estómago, mi corbata hecha un pingajo, mi pantalón lleno de arrugas, mi cabello revuelto, que me caía sobre la frente, con la perfecta indumentaria y el impecable peinado de Juan.
—¿No tienes calor? —le pregunté.
—Un poco —sonrió él.
Quiso darme fuego, pero negué con un gesto, temiendo el dolor de cabeza que llamaba, desde hacía rato, a las puertas de mis sienes.

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