Tratado cuarto ('Vida de Martin Pijo', de Miguel Baquero)

De la novela Vida de Martín Pijo, de Miguel Baquero- - -
Tratado cuarto

En el que cuenta cómo se vio en una situación que muchos otros le envidiarían
 
Era la orden de ingreso en el Ejército para cumplir el servicio militar.
¡Tiempos aquellos en que la nación confiaba su defensa a la valentía de sus mozos!, ¡en que elegía por sorteo a quienes, de entre los jóvenes, tendrían el honor de verter su sangre generosamente por el solar patrio! O algo así era la frase.
Al leer la sucinta comunicación, casi me hinqué de rodillas para dar gracias al Cielo. Porque cosa de la Divinísima Providencia era, sin duda, que, después de que se me cerrara el camino de la filantropía, ahora se me abriera aquella otra ruta castrense para alcanzar la gloria según la entendía mi abuelo y a mí me la había hecho desear. Pues si en ella Dios y patria, patria y Dios, venían a ser lo mismo, tanto montaba entonces enaltecer su nombre a limosna suelta como a tiro limpio.
El día señalado en la convocatoria me amaneció a las puertas del Gobierno Militar, que era donde me habían de adjudicar destino. Aguardaba yo expectante, el primero de una fila inexplicablemente perezosa, a que abrieran el portón. Tenía junto a mí un hato hecho con mis escasas pertenencias, y en una caja mis numerosos libros.
Cuando al fin abrieron apreté a correr y, con una buena ventaja sobre los demás, me precipité en la Caja de Reclutas. Quiso la suerte que, entre los que allí se encontraban, aguardando a cabestros remolones y sorprendidos por la irrupción de un toro bravo, hubiera un viejo conocido de mi padre y muy frecuentador de La Berzosa, al cual oí yo que, en tales días, y en tal sitio, y entre tanto tiroteo, le llamaban Crispín. Yo, no obstante, viéndole en habitación tan seria, con el enorme retrato en la pared y la ribeteada bandera en un rincón, en traje lleno de galones, con un aire circunspecto y afectado, como en gerencia de todo el Ejército, tuve cierto reparo en llamarle por un nombre tan coloquial. Y a pesar de que él, al verme y reconocerme, dio un respingo, no me faltaron a mí reflejos para, aunque todavía de civil, cuadrarme y saludarle por su cargo, que era el de general.
–¡A sus órdenes, mi general!
Tal vez en agradecimiento a ello, me tomó del brazo y me introdujo en una salita anexa, donde, apenas cerrar la puerta, me soltó:
–Pero ¿qué es lo que haces tú aquí, muchacho, entre la tropa? ¿Cómo es que no te has agenciado un certificado médico o pagado una excedencia que te librara de todo esto?
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