Las cartas de Rimbaud (El mundo es oblongo, de Miguel Baquero)

Del  libro El mundo es oblongo, de Miguel Baquero


Rimbaud, primero de arriba por la izquierda
Estoy leyendo Cartas abisinias, un volumen donde se reúnen las cartas que Arthur Rimbaud, una vez abandonada la poesía, escribió desde África, y donde al termino del libro se narran las circunstancias de su repatriación y de su terrible, terrible, terrible muerte.
Siempre he sentido una especial fascinación por Rimbaud. Me deslumbró, cuando comenzaba a leer, por la belleza y la rabia de sus poemas, por su salvaje y suicida modo de vivir y componer. De igual manera, me dejó desconcertado entonces por su súbito abandono de la poesía y, sobre todo, por su expresión de C'est la merde!, cuando ya en el hospital donde habría de morir le comunicaron que sus versos juveniles podrían abrirle las puertas de la inmortalidad literaria. C'est la merde, que muchos han traducido, a la vista de las circunstancias, por Mierda para la poesía. Bien pudiera ser. En Cartas abisinias, al menos, se muestra cómo la vida de Rimbaud, una vez alejado de París, fue un constante huir de los versos, de la vida bohemia, de su genio que había corrido torrencialmente por los cafés parnasianos, como si dijéramos un escapar de sí mismo hasta lo más profundo de la selva y lo más árido del desierto.
En su momento —cuando comencé a leer conscientemente literatura, con quince o dieciséis años—, aquella exclamación escatológica de Rimbaud me pareció la mayor blasfemia que pudiera pronunciarse. Estudiaba yo con devoción las generaciones literarias, las obras significativas, las vanguardias artísticas, los autores más importantes y su denodada lucha por pasar a la posteridad… cuando de pronto aquel grito me dejó asombrado, perplejo. Rimbaud había tenido sentada, sentada realmente, en sus rodillas a la Belleza y la había encontrado fea. Y la había escupido. Y la había abofeteado.
En aquellos días en que yo comenzaba a leer literatura, era una reacción que no lograba comprender.
Luego ha pasado el tiempo. Pronto entendí que no sería Rimbaud. Pronto entendí que no sería ni la sombra de Rimbaud, pero pese a todo creo compartir con él una pequeña, ínfima porción de su naturaleza. Una diezmillonésima parte, por ejemplo —disculpa, amigo bloguero, la inmodestia—. Gracias, quizás, a esta gota de sangre en común puedo entender la desesperación con que se fugó repetidas veces de su casa, agobiado por el aburrimiento de una ciudad de provincia, y por que su padre les hubiera abandonado, y por la adustez de su madre. Puedo olisquear ese sentimiento indefinible —quizás rabia— en pos del cual se arrastró hasta París, con el ánimo de alistarse contra el mundo en la Comuna; a veces me estremece, como imagino que a él, esa inútil esperanza de que a través de la poesía y de la belleza puedas de nuevo dormir tranquilo en la mañana, vuelva a despertarte el rumor de las cortinas al descorrerse y la luz al entrar a través de las persianas, vuelva tu madre a acariciarte el rostro…
La literatura es un hermoso oficio para el que lo trabaja. Estoy pensando, por ejemplo, en Vilá-Matas, parangón español del letraherido. O en Harold Bloom, el parangón inglés. Ser parangonero, literato en resumen, es un trabajo muy digno, muy hermoso, y no dudo que muy gratificante para quienes tienen la suerte de dedicarse a él. Pero para aquellos que, como Rimbaud, buscaron en las letras y en la poesía la herramienta para construir un sueño; aquellos que, como Rimbaud, de manera ilusa y confiados en su buena fama se precipitaron en los brazos del Arte creyendo que les ayudaría a realizar su quimera, para todos ellos no hay nada, en realidad: palabras vacías, noches de absenta y hachís, escándalo público, callejones oscuros…
Ahora trabajo en el centro, y me gusta mucho pasear antes de meterme en la oficina. A veces recorro la Gran Vía, a veces atravieso el Retiro. Los Jardines del Buen Retiro: un parque decimonónico muy sugerente y evocador. Aunque Rimbaud nunca estuvo en Madrid, me parece ver su fantasma en la umbría, vagando entre los tilos, los chopos, los parterres, los palacetes de estilo japonés. A él y a tantos otros poetas parnasianos, viejos e infelices bohemios. Y es que a veces me asaltan como visiones iluminadas y parecen tomar forma pensamientos inspirados… entonces me siento en un banco y espero a que se me pasen. No vaya a ser que me ocurra lo que a Rimbaud. Hay ínfimas posibilidades, pero por si acaso. Mejor es no tentar a la suerte.
Me siento en un banco y me pongo a pensar en mi principal problema: la manera de conseguir mil euros para publicar mi libro, que tengo yo el capricho, joder, de verlo impreso.

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