Siniestro en el trastero (El mundo es oblongo, de Miguel Baquero)

Del  libro El mundo es oblongo, de Miguel Baquero

 
¿Y si al final resulta que existe Dios?, ¿te imaginas, amigo bloguero? ¿Y que tenía razón Coelho en eso de que «si uno desea algo con fuerza todo el universo se conjura a su favor»? Casi mejor ni pensarlo.
Estaba yo este sábado en el pueblo, descansando y reflexionando sobre lo de costumbre —no sobre la forma de conseguir mil euros para publicarme el libro, no seáis mal pensados; estaba reflexionando sobre sexo— cuando, de pronto, me sonó el móvil. Era mi vecina de Madrid.
—¿Sí? —respondí algo asustado.
—Oye, Miguel, no te alarmes, pero tienes que volver cuanto antes. No pasa nada; sencillamente se ha roto una bajante y ha inundado algunos trasteros, uno de ellos el tuyo.
Es importante señalar aquí que mi casa es muy pequeña y apenas si tengo sitio para estanterías, con lo cual todos los libros que ya he leído los voy bajando en oleadas al sótano trastero, donde tengo montadas unas baldas y, mal que bien, allí los voy almacenando. En el centro del trastero hay un arcón de plástico donde acumuló los libros que, por diversas causas, no me han gustado ni quiero conservar. No son muchos, en realidad, porque, como decía Plinio y luego repitió Cervantes, no hay libro malo que no tenga algo bueno. Pero claro, esto fue dicho hace varios siglos y desde entonces acá algunos ladrillos irremisibles sí se han producido: ésos al arcón van. También tiro allí los libros que, una vez leídos, me da mi amigo Clandestino, a quien cada vez encuentro más consumido y amarillento por sus malas lecturas. De sus manos los tomo y al arcón van también.
El plan es: cuando el recipiente rebose, llevarlo al punto limpio y arrojar allí los libros, para que los reciclen, por más que, en opinión de Clandestino, mejor sería meterlos en un barril, con la marca de una calavera, llevarlos a un cementerio de residuos nucleares y enterrarlos allí a mil brazas de profundidad. Que no sé lo que son mil brazas, lo más hondo que se me ha ocurrido. Pero en fin, Clandestino para esto es un poco radical.
El día que ocurrió el siniestro el arcón estaba casi lleno, esperando un inminente viaje. Al hallarse en el centro del cuarto, sobre él vino a caer la mayor parte del agua —aunque decir «agua» sea una imagen poco gráfica para referirse al líquido proveniente de una bajante— y cuando quise llegar ya estaba el baúl inundado y muchos libros flotaban graciosamente en la superficie. Desalojé lo que pude —bicicletas, libros buenos, ropa, el árbol de Navidad, los kalashnikov, que no se me olviden, un sarcófago que guardo no sé muy bien para qué, pero de algo servirá...— y lo metí en el trastero de un amable vecino. Pero lo del arcón y algunos otros cacharros era ya insalvable.
El lunes arreglaron el estropicio y por la tarde —eficientes sí que son— se pasó el perito de la compañía a evaluar los daños. Apenas entrar y ver el trastero, sobre todo al ver nadando el último libro de Dan Brown, se echó las manos a la cabeza. «¡Joder, qué catástrofe!», exclamó sin querer. A mí entonces se me abrieron los ojos.
—¿Verdad que sí? —me apresuré a secundarle.
Sinceramente conmovido, el perito dijo después: «Dios mío, veo ahí al fondo algunos libros de Harry Potter. ¡Y en edición tapa dura!».
—¿Y qué me dice de aquel que asoma? —le señalé—. Un premio Planeta.
Al hombre se le advertía impresionado. Era un perito, pronto advertí, amante de las Letras. Una cosa no quita la otra. A lo largo de su vida, habría tenido que valorar muchos siniestros, pero como aquél ninguno...
—Ya veo que usted entiende —apelé a su complicidad—. Que aprecia como es debido el valor de estos libros —y pesqué un ejemplar de La pasión turca. El hombre me puso una mano en el hombro porque debió de notarme algo alterado.
 
*   *   *
 
La escena que siguió fue algo así como el famoso escrutinio que llevaron a cabo en el cuarto de Don Quijote el cura y el barbero, sólo que un tanto al revés. Si allí arrojaban los libros, de manera inmisericorde —salvo alguna excepción—, a la pira para luego prenderles fuego, aquí el perito iba sacando libros, con suspiros contenidos, de entre el agua sucia, los depositaba, chorreando, en el suelo y luego los hacía una fotografía. Yo le apreciaba en el rostro un rictus de pesar por la suerte de aquellos extraordinarios volúmenes. Un poco más y me hubiera visto obligado a abrazarle, a dejarle que llorase en mi hombro y a darle unas palmadas de consuelo.
El miércoles por la tarde me llamó para decirme que ya había hecho la valoración de lo dañado. Entre los libros —«ah, aquellos libros», dije yo con tono compungido; «calle, por favor, no haga que me emocione»—, entre los libros, iba diciendo, las estanterías que se habían arqueado, algún que otro trasto, un aspirador, un trineo, etcétera, total: 1.475,26 €. ¿Me lo puede repetir? Mil cuatrocientos setenta y cinco euros con veintiséis céntimos. «¡Qué de puta madre!», estuve a punto de exclamar y dar un grito por teléfono, pero en el ultimo momento me contuve y permanecí circunspecto, circunspecto que no veas; es más, le di a mi voz un cierto tono como de resignación.
—En fin, supongo que será lo que corresponde. Es una lástima que el valor de los libros tenga que verse reducido a una cifra —dije con una seriedad y un engolamiento que me asusté hasta yo.
—Eso es verdad —admitió el perito.
—¿Podría hacerle una pregunta? Simple curiosidad. ¿Por qué concepto son los veintiséis céntimos finales?
—Bueno, entre los libros afectados había veintiséis suyos; quiero decir: escritos por usted.
Eso era verdad, que en el siniestro se habían remojado veintiséis libros míos que no llegué a tiempo de salvar. De todos modos, me estaba bien empleado. Por preguntar y por listo. Yo creía que el perito no tenía mucha idea de literatura y hete aquí que, en realidad, controlaba bastante sobre el tema.
Le dije que estaba conforme y que cuándo me pagarían el dinero. Me informó de que me mandarían unos papeles, que tenía que firmar, devolvérselos por correo a la compañía y entonces ya ingresarían la cantidad en mi cuenta. Cuestión de una semana o diez días.
Andaba yo ilusionado, esperando la carta y fantaseando sobre la justicia poética —aunque quizás fuera mejor decir «fatalidad poética»— que encerraba el hecho de que mi libro fuera a brotar, literalmente, de la mierda y los orines, y de aquellos libros desechados, cuando me han llamado esta mañana los del seguro. Resulta que la compañía que cubre a los causantes del siniestro —quienes rompieron la bajante— no está de acuerdo con la valoración de los daños y ha solicitado un segundo peritaje de los trasteros y objetos afectados. Eso significa que vendrá otro perito a valorarme de nuevo —y no dudo que a la baja— los libros dañados y demás cosas. Todo será que decida pagarme los libros propios en vez de a céntimo cada uno a céntimo cada diez. Sea como sea, me advirtieron que entre que pasa el verano, peritan, recurren, reperitan, requeterecurren, requeteperitan y resuelven, igual me daban los seis o siete meses. O los diez o doce, con lo cual los mil euros para publicarme el libro siguen estando igual de lejos.
¿O no?
Digo que «o no» porque la catástrofe libresca y la evacuación repentina del trastero de pronto me habían puesto ante los ojos una posible solución en la que no había caído. Dicho en otras palabras: me habían mostrado un plan B.

+ Info y descarga del ebook