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El siglo XX constituye una época crucial en el desarrollo del género narrativo en España, especialmente durante los cincuenta años que van desde 1925 a 1975 y, muy marcadamente, en el fiel —o infiel— de la balanza que constituye el trágico acontecimiento histórico de la guerra civil.
Cuando estalla el conflicto, se encuentra todavía en pleno auge; ha comenzado a existir en los primeros años del decenio de los veinte un tipo de novela a la vez intelectualizada y deshumanizada, en buena parte de tipo experimental —en Europa bullen los ismos plásticos, literarios y hasta cinematográficos—, cuyos autores se agrupan en torno a la colección Nova Novarum de la editorial Revista de Occidente. Justo en 1925, publica Ortega y Gasset dos ensayos —El arte deshumanizado e Ideas sobre la novela— que toman el pulso a esta situación. Las novelas de este movimiento vanguardista responden a la idea, expresada en el segundo de los ensayos mentados, de que ya es imposible encontrar nuevos temas y de que lo que hay que hacer por tanto es acometer los de siempre bajo la luz de nuevos prismas expresivos.
Sin embargo, junto a estas manifestaciones, en el momento de estallar la guerra, han surgido ya unos autores que, como Ramón J. Sender y Carranque de Ríos, han vuelto su atención al hombre y, como consecuencia de las ideas políticas efervescentes en ese momento, a las cuestiones sociales.
La guerra supone un corte en la evolución no sólo del género novelístico en España, sino también de la obra particular de los narradores que se ven obligados a escoger el exilio —la mayoría— y especialmente en la de los que por entonces practican la novela experimental deshumanizada. Es evidente que la tragedia histórica y personal influye en el cambio experimentado por éstos. Los otros, los que ya están, podríamos decir, comprometidos, lo que hacen es reforzar su postura.
Pero hablaba del siglo XX como época crucial para el desenvolvimiento del género narrativo entre nosotros y, para seguir con el tema, quiero traer aquí las palabras con que iniciaba una conferencia en el Ateneo de Madrid, a finales de 1960(26), Ramón Ledesma Miranda, novelista perteneciente a la promoción que, en la década 1920-1930, aplicó a la novela los postulados de «el arte por el arte», pero que todavía alcanzó a publicar en 1944 la que es considerada por muchos su mejor novela, Almudena, o historia de viejos personajes, y aun a obtener, en 1951, el Premio Nacional de Literatura, por La casa de la fama:
«Se ha hablado de una vocación española por la novela. Así lo entendió, en 1925, el mejor de los críticos de entonces, Eduardo Gómez de Barquero... Pero su libro, El renacimiento de la novela en España, ya infiere en el título una vocación discontinua, pues sólo renace lo que ha dejado prácticamente de existir y siempre un renacimiento es la reanudación de un culto perdido... ¿No ocurre que entre Cervantes y Galdós hay una laguna de más de dos siglos? Al nutrido grupo novelístico de la Restauración, sucede el 98, que salvo Baroja y Valle Inclán carece de verdaderos narradores. Tampoco el modernismo se emplea en el género con especial dedicación... Ni nosotros, generación crítica y vacilante, incorporada a la crisis del mundo después de la guerra del 14, hemos puesto en la novela, ni en ninguna estructura orgánica del arte, el residuo de fe y empeño de otras incitantes aventuras... Nueva vez en nuestros días puede hablarse de un renacimiento de la novela, porque después de la última guerra civil surge un extenso grupo de novelistas, quizá superior en número al de la Restauración».
Respecto a esta opinión de Ledesma Miranda, hay que decir que, efectivamente, España, que inventó la novela moderna con El Quijote, conoce, desde mediados del siglo XVII, cuando se extinguen las últimas manifestaciones de la picaresca, un vacío novelístico que dura prácticamente hasta la mitad exacta del siglo XIX, en que La Gaviota (1849), de Fernán Caballero, marca el inicio de la era de los grandes narradores realistas, que vienen a representar, en nuestra literatura, lo que Stendhal, Balzac y Flaubert en la francesa, o Dickens, Thackeray, Trollope, etcétera, en la inglesa: Pedro Antonio de Alarcón, José María de Pereda, Emilia Pardo Bazán, Armando Palacio Valdés y, sobre todo, Leopoldo Alas Clarín y Benito Pérez Galdós. Pero hay más: la irrupción de estos auténticos novelistas de raza no arregla la situación y, todavía a partir de ellos, la novela sigue siendo en España un género en crisis, pese a los brotes aislados de excelentes narradores, como Ramón del Valle Inclán, Pío Baroja, Concha Espina, Ricardo León, Ramón Pérez de Ayala, Gabriel Miró, Ramón Gómez de la Serna, Benjamín Jarnés, el citado Ramón Ledesma Miranda, Wenceslao Fernández Flórez, etcétera. Al contrario de lo que ocurre con la poesía, el teatro y el ensayo, «la crisis de la novela —como dice Torrente Ballester en su Panorama de la literatura española contemporánea— es permanente, y su consistencia no se parece en nada a eso que se llama, en Europa, la crisis de la novela»(27). Uno de los propios novelistas mencionados en el grupo de los realistas, don Juan Valera, metido a crítico, verificaba en su día la existencia del problema con las siguientes palabras: «…en lo que llamamos novela, [los españoles] hemos sido estériles, imitadores desmañados y harto infelices hasta poco ha. Mirando sólo a lo presente, hubiera podido decirse que el genio de nuestra nación no llamaba a ser novelista»(28).
Un rebrote de cierta consistencia, que hace convivir, en las vísperas de la guerra de 1936 a 1939, a los cultivadores del arte puro con los de un realismo de raíz social, se ve cortado por el conflicto. Después de éste, el cambio de etapa es evidente, y tras un periodo de apenas tres años, que las estructuras del país necesitan para amoldarse a la nueva realidad histórica, se inicia efectivamente el nuevo renacimiento de que hablaba Ledesma Miranda, en el que no pueden participar los escritores que, por causa de sus ideas políticas, hubieron de elegir el exilio. Pero se trataba ahora de un renacimiento que, a mi juicio, va a constituir algo más que un brote aislado en el devenir de las letras españolas. Sin la menor reserva pienso que, a partir de los primeros años cuarenta, el género narrativo vino a tomar carta de naturaleza, definitivamente, en nuestra literatura. Y entiéndase que hago esta afirmación al margen del juicio que las obras concretas puedan y deban merecer desde la óptica de una crítica exigente, en el marco de la historia de la literatura comparada.
Del libro La novela española desde 1939, de Manuel García Viñó
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