La pelota
A causa de la huelga de transporte, Alberto tuvo que volver andando a casa aquella tarde. Había estado como un pasmarote varios minutos en la parada del autobús, hasta que alguien le advirtió de su despiste. Confuso, dio las gracias y echó a andar calle abajo. No le apetecía caminar; le dolían los pies (los zapatos le apretaban demasiado), y después de ocho horas en la oficina, caminar era realmente lo último que uno deseaba.
Carpetas y carpetas llenas de expedientes. El trabajo se le había ido acumulando en las últimas semanas; mañana tendría que hacer horas extraordinarias, si fuera necesario. Hoy caminaba con las manos en los bolsillos del abrigo, la vista puesta en un punto imaginario del suelo, dos o tres metros por delante de él, sobre la acera. Al llegar a casa, se quitaría los zapatos, haría café, hojearía el periódico y vería la televisión. El hombre es un animal de costumbres (¿dónde lo había leído?). A él le gustaba pasar el resto de la tarde en el salón, cumplir la rutina diaria y vaciar la mente mientras fumaba un cigarrillo.
Una pelota de fútbol amarilla cayó a sus pies. Miró a su alrededor. En ese momento, pasaba junto a la verja de la cancha de un colegio. Desde abajo, en el patio, varios niños le pidieron a gritos la pelota, que entretanto rodaba por la acera. Pensó en apretar el paso y cogerla, pero no se decidió. No había cerca ningún otro peatón. En la calzada, los coches, numerosos, esperaban el cambio de semáforo. La pelota seguía rodando; luego tropezó con el pie de una farola, cambió su rumbo y, entrando en la calzada, se escabulló entre los coches.
Alberto ya caminaba muy lejos, a más de cien metros de distancia. Durante un rato no pudo apartar la pelota de su pensamiento. Se preguntó si no debería haber ido en su busca para arrojarla por encima de la verja.
Estaba a dos manzanas de casa. Haría café, hojearía el periódico y vería la televisión. Fumaría un cigarrillo.
Los pies le dolían cada vez más.
No veía llegar el momento de quitarse los zapatos.
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