del ebook A esto llevan los excesos
de Miguel Baquero
Aún en Conil
«La geometría de las mareas», escribo. Y tacho. «La lógica de las corrientes». «El catálogo de las arenas»...
Acabo por tacharlo todo.
Cuando uno lleva tiempo frente al mar —debe de ser un síndrome—, llega un momento en que se encuentra obligado a tener pensamientos profundos; y si encima uno, por su mala cabeza, tiene ínfulas de escritor, entonces a lo que se siente obligado es a escribir un poema o algo parecido. Una cosa heroica y cósmica, titulada pues eso: «La geometría de las mareas», «El volumen de las nubes», «El pulso de los crustáceos»... Algo así.
Ocurre que cada vez aguanto menos, como lector, estas grandilocuencias y estos trucos de poetastro. Aunque admito que pueda ser por torpeza de mi parte o falta de sensibilidad, el caso es que a mí el mar me parece una bruticie ciega y monótona, y el cielo una simple masa atmosférica. Me siento incapaz de verter — sinceramente— baba sobre ello, por lo que, quieras que no, comienzo a ponerme nervioso: me he empeñado en escribir algo, aquí, sobre la toalla, y no encuentro tema sobre el que arrancar, pese a estar rodeado de los eternos elementos que desde siempre han inspirado al hombre.
Mirando en dirección contraria al mar, una ladera cae hacia la playa en una preciosa sinfonía de colores, infinitos tonos de amarillo, ocre, verde, marrón... Un paisaje idóneo para un pintor impresionista que pudiera extraer de él toda su belleza, pero por medio de palabras no se puede —o yo no sé— expresar la emoción que produce su vista. Frustrado, arrojo el bolígrafo y el bloc al bolso, me siento a rumiar mi impotencia —artística, entiéndase— y cuando tengo ya asumido —de nuevo— que soy una nulidad, y se me ha pasado el berrinche, de pronto lo veo claro. Veo el tema. Lo tenía enfrente de los ojos todo el rato.
Por delante de mi toalla pasa gente paseando, otros haciendo jogging, hermosas chicas en top-less; hay algunos buscando cangrejos entre las rocas, niños desnudos que se alborozan con cada ola, otros que hacen castillos; hay gente que está metiendo en el agua una colchoneta con la misma solemnidad que si botaran el Queen Mary, otros que inútilmente intentan coger ola y deslizarse sobre una tabla de surf; gente jugando a las palas, volando cometas... Gente, en fin.
Creía tenerlo claro desde hacía años, pero hoy (ayer), sobre la arena de la playa, me he reafirmado en mi convicción. La gente actuando es el espectáculo más maravilloso que existe. La actividad sencilla y cotidiana —no lo trágico o lo epopéyico— es el tema sobre el que merece la pena volcarse. Aunque hasta el momento uno no haya conseguido más que anécdotas deshilachadas que no consiguen componer un cuadro, y aunque, quizás —sospecho—, uno haya llegado a esa defensa de lo sencillo porque es incapaz de elevarse hasta lo magnífico.
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