El eterno pasajero (A esto llevan los excesos, de Miguel Baquero)


El eterno pasajero
del ebook A esto llevan los excesos
 
 
 
Sigo en Casillas
 
«Yo no digo esta canción sino a quien conmigo va», dice el Romance del Conde Alarcos. Y Machado habla también —no tengo aquí el libro y no recuerdo las palabras exactas— de esa persona que siempre le acompaña.
En mis caminatas por el monte me descubro hablando con el chaval que un día fui. Yo intento ser amable con él y le voy aconsejando con tono dulce —«cuidado por donde pisas», «hay que beber agua de vez en cuando»—, le voy instruyendo de lo que veo —«esto es tomillo, aquello me han dicho que es jara»— o le voy informando de las últimas novedades —«esta parte del monte se quemó hace tres o cuatro años»—. Él, a cambio, cada pocos pasos, me asalta con los temas de costumbre —«¿por qué te comportaste así en aquella ocasión?, ¿por qué dijiste aquella ridiculez en público?, ¿por qué no estudiaste en su momento como era debido?»—. La misma monserga de siempre. Yo le intento responder con la experiencia de los años transcurridos, contemporizar un poco en su furia —«las cosas vinieron así rodadas, no pude hacer otra cosa, bueno, vale, me comporté mal, pero ya qué remedio hay, etcétera»— y el chaval que un día fui parece calmarse un poco. Pero él y yo sabemos que es una calma temporal y que en cualquier momento, aprovechando que estamos solos, volverá a las andadas y a las recriminaciones.
Ocurre, sin embargo, que en mis largas caminatas me he descubierto hablando también con el viejo que un día seré. Es él, seguro, y no otro quien me susurra de vez en cuando cosas como «aprovecha este momento, nunca volverás a vivirlo», o «respira hondo el aire de la sierra, que es bueno para la salud». Se expresa por medio de tópicos y lugares comunes, pero no son lugares comunes en los que haya caído por pereza, sino que son dichos y consejos producto de la experiencia: «Hay que abrir los ojos a las cosas que tenemos a nuestro alrededor».
No he hecho el camino de Santiago y me gustaría, por supuesto; imagino que el objeto de tan larga caminata es alcanzar ese momento en que, de puro cansancio o embargado por la larga belleza de los paisajes, el hombre que uno es, exhausto o extasiado, se retire a un segundo plano. Se disuelva. Entonces esas dos voces —no son voces, en realidad, a lo «mátala, mamá», nadie piense que estoy esquizofrénico; o por lo menos son voces civilizadas y tranquilas—, esas dos presencias: el chaval que uno fue y el viejo que uno será, podrán hablar directamente entre sí, de manera que el viejo con su gravedad y su perspectiva resuelva todas las angustias y cuestiones pendientes que no deja de reivindicar el otro. Yo estoy, lo confieso, de parte de mi yo futuro: que le dé una paliza dialéctica, que le calle para siempre y así, cuando uno llegue a Santiago y alcance el jubileo, pueda sentirse realmente un hombre nuevo, distinto, renacido.
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