Salida escalonada (A esto llevan los excesos, de Miguel Baquero)

Salida escalonada
 
del ebook A esto llevan los excesos
 
Mi madre nos despertaba con un susurro: «Vamos, chicos», y era suficiente. El resto del año remoloneábamos en la cama, «cinco minutos más», pero entonces bastaba con ese cuchicheo para que en menos de un minuto ya estuviéramos levantados, vestidos y nos hubiéramos dado un agua por la cara.
Bajábamos entonces al portal y allí estaba mi padre, frente al maletero abierto; en el suelo un montón de maletas y bártulos. Parecía estar sumamente concentrado hasta que, de pronto, sin aviso previo, empezaba la acción: tomaba una maleta, la metía en el compartimento, la arrimaba a la izquierda; luego tomaba otra más pequeña, la ponía esta vez atravesada, hacía presión hacia el mismo lateral... A veces algo fallaba y tenía que sacar un par de piezas, colocarlas al otro lado, apretar ahora hacia el fondo... Al final todo cuadraba en el exiguo maletero y mi padre se quedaba durante unos segundos contemplando su obra, con gesto de satisfacción, las manos a la cintura, como los alpinistas que coronan las montañas. Hay momentos en la vida en que un hombre se siente pleno de orgullo. Siente que no es un cualquiera, que tiene asignado un papel en el mundo. Ése era uno de aquellos momentos.
Luego bajaba el portón con sumo cuidado, para no despertar a los vecinos. Nosotros íbamos ocupando nuestros sitios, también en silencio, y cerrábamos las puertas despacio, para no hacer ruido. Al poco bajaba mi madre, que se había quedado haciendo las camas y cortando el agua, la luz y el gas. «Ya está todo», decía casi en un susurro mientras cerraba la portezuela. «Pues adelante», respondía mi padre, y ponía el coche en marcha. Metía primera y con un ligero rozar de los neumáticos abandonábamos el barrio en el mayor silencio, casi furtivamente mientras la vecindad dormía.
Al otro lado de la ventanilla era de noche, pero las cosas iban poco a poco tomando forma. Nos llegaba una brisa fresca y llena de olores. Por aquellos tiempos, se viajaba con las ventanillas abiertas. Mi padre, en el asiento delantero, apoyaba el codo en el quicio de la ventanilla, ponía el brazo en escuadra, la mano extendida y dejaba que el viento se la empujara hacia detrás. Luego volvía a ponerla hacia delante, y el viento se la volvía a empujar hacia detrás. Parecía divertido. Es, de hecho, divertido: cuando yo aprendí a conducir y tuve coche, una de las primeras cosas que hacía, cuando tomaba velocidad, era repetir el juego de mi padre. Hasta que un día, por la M-30, un motorista de la Guardia Civil se colocó a mi lado y con un gesto rotundo me indicó que pusiera las dos manos al volante. Era una orden de la DGT con vistas a prevenir accidentes. Mucho me temo que tienen razón. No he vuelto a hacerlo.
Recorríamos así un montón de kilómetros, y cuando el sol ya se había destacado en el horizonte parábamos en un bar de la carretera a desayunar. Unos croissants para los niños, pedía mi madre, y a mí me sonaba a plato exótico, extranjero, lejano, digno de los viajeros en que nos habíamos convertido. Mientras, mi padre fumaba y daba vueltas a los expositores de cassettes, buscando uno que le convenciera. María Dolores Pradera, Atahualpa Yupanqui, Los Indios Tabajara... A mi padre le gustaba la música sudamericana. Al final, escogía una cassette, pedía al camarero que la sacara del expositor, y todavía secándonos la boca con la servilleta volvíamos al coche.
Sí, amigo bloguero, esos huecos en los expositores de cassettes, los pocos expositores que todavía quedan en los bares de carretera, son la huella del paso de los Baquero rumbo hacia Santa Pola.
«Cuando pa’ Chile me voy, cruzando la cordillera, tengo el corazón contento, pues me espera una chilena...», sonaba en el radiocassette la cinta nueva. Y ya era de día y el camino comenzaba a hacerse pesado.
Emprender un viaje de madrugada es una de las cosas más bonitas que hay en la vida. Es un momento mágico, especial, de una belleza inagotable y sobrecogedora. En el fondo, aquellos periplos pequeños, familiares y hasta vulgares compartían la misma naturaleza grande y esplendente que esos otros amaneceres en que zarpaban los grandes barcos de las novelas, como el Pequod, la nave del capitán Achab. También las caravanas hacia el Oeste se ponían en marcha apenas despuntar el sol; y los ejércitos en campaña iniciaban su marcha con los primeros rayos...
- - -
Ebook
Ya a la venta en:
Amazon
Sellfy (paypal)
Literatúrame
La Ciudad del Libro