En el Isadora
del ebook A esto llevan los excesos
Recordaba yo, varias líneas más abajo —arriba en la versión libro— la vieja tertulia de La Cruzada. Al rescoldillo de esos tiempos, me escribe mi amigo Antonio Paniagua para informarme de que aún quedan unos pocos galos irreductibles que se reúnen en el Isadora, calle Divino Pastor, barrio de Malasaña, los miércoles por la noche. Cerveza y humo, y de vez en cuando el camarero trae unas aceitunas.
Llego con bastante tiempo y me siento en la primera mesa que encuentro libre, mirando hacia la puerta. Mientras espero a que vaya llegando el personal, tomo mi cerveza a breves sorbos —porque tampoco es cuestión de coger demasiada ventaja— y observo el sitio: un local con buscado aire caduco, casi decadente, como un ambigú de la Belle Époque. Un sillón corrido de terciopelo rojo, como en los cuadros de burdeles de Toulouse Lautrec, discurre a mi izquierda, pegado a la pared, bajo unos espejos con el azogue algo oscurecido. A mi espalda una pianola, con la tapa cerrada y aspecto de no haber sido tocada desde los tiempos de Raquel Meller. Por el resto de la sala, mesas pequeñas, donde apenas caben cuatro personas, y en las paredes cuadros de estilo art-déco. La carta de bebidas representa en su portada a la Duncan bailando —seguramente, pienso, el local debió de abrirlo y llamarlo así un admirador de la estrella, allá en su época boyante, más o menos por los años del hundimiento del Titanic—. Todo es amablemente vetusto y dan ganas de cambiar la cerveza por un vaso de absenta.
A las nueve llega Beatriz y me saca de mi abstracción. Con la cara tirando a pálida y el pelo rojo, siempre se me ha dado un aire a una doncella del Renacimiento, a la Venus que pintó Botticelli saliendo de la concha. Se asombra al verme, después de tanto tiempo; como se asombran también Antonio e Isabel, que llegan apenas unos minutos después. Piden de beber y comenzamos a hablar, un poco atropelladamente, de nuestros proyectos, que al final siempre tienen, más o menos, el mismo resultado. Yo les hablo de mi libro de cuentos, cuya edición se ha pospuesto; Antonio tiene así mismo un libro casi en la calle, pero no acaba de salir; a Isabel le han vuelto a rechazar su manuscrito, y Beatriz, que es más de cine, nos habla del director amigo que invirtió todos sus ahorros en una película y ésta al final se maldistribuyó. En fin, nadie dijo que esto del fracaso fuera a ser un camino de rosas.
Nos ponemos unos segundos tristes, pero al fin —por algo son amigos— coincidimos en que no merece la pena deprimirse ni un tanto así. Creo que todos odiamos ese modelo tan literario, pero tan imbécil, del perdedor que se regodea en su desgracia; o ese otro arquetipo del bohemio enfrentado contra el mundo. Hemos probado, yo creo que todos, a dejar de escribir, vistas las escasas perspectivas; pero al final, yo creo que todos también, hemos visto de repente una buena historia y hemos vuelto a encender el ordenador.
Me gusta la filosofía de José Ramón, el novio de Beatriz, que se deja caer más tarde por la reunión. Le han regalado una Guitar Hero, creo que se llama, un juego consistente en algo así como el traste de una guitarra donde el jugador va poniendo los dedos en casillas de colores hasta conseguir imitar una canción famosa. El tío, según se la regalaron, empezó con Jimmy Hendrix y los punteos más desgarrados de heavy-metal.
—Si yo no voy a aprender ya a tocar la guitarra, para qué andarme con chorradas. Directamente a sacar humo de las cuerdas y a destrozar el instrumento contra los bafles, como el guitarrista de los Who.
Hablamos de libros, de películas, de series de televisión, de gente famosa, y nos echamos unas cuantas risas. Pedimos otras rondas. Aparece Gloria y, al verme, se alegra mucho de que haya vuelto de mi largo exilio. Voraz lectora, Gloria está liada con un libro que trata sobre un escritor que cierta vez asistió a un curso para libreros, no recuerda el título, y de los personajes le llamó la atención, por lo desagradable, un tal Ramón el Soso...
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