Melancolía pulp (A esto llevan los excesos, de Miguel Baquero)

Melancolía pulp
 
del ebook A esto llevan los excesos
 
 
 
—Eres un sucio gusano y he venido a darte tu ración de plomo.
—No lo hagas, Joe.
—Aparta, muñeca, no te interpongas entre un hombre y su destino. Reza lo que sepas, Flaherty.
Y aquí era cuando me daban una colleja. «¿Otra vez con esas novelitas?»
Cuando era chaval, me fascinaban las novelas baratas. La literatura de quiosco. Literalmente me zampaba librillo tras librillo de a 5 duros, 25 pesetas, de esos que te cabían perfectamente en el bolsillo trasero del pantalón y con los que podías ir mundo adelante a leerlos en el metro, en el autobús o en los descansos del instituto. Se incluían en series como «FBI», «Crimen y misterio», «Hampa», «Gángsters», y tenían títulos tal que Dólares marcados, Ajuste de cuentas, Un soplón en la banda, Tiroteo en el club… A mi padre, literalmente también, se le llevaban los demonios cuando me veía leyendo aquellas novelillas infames, como las calificaba él, en lugar de gastar los ojos en libros de más enjundia, más fama, literatura de mayor nivel. No sabía decirme títulos, porque mi padre apenas si ha leído tres o cuatro libros en su vida, pero él veía que la gente de más clase y mejor posición no cubría, desde luego, sus estanterías con esa bazofia, y no verías nunca a un banquero o a un empresario sumido en la lectura de Esta bala tiene un nombre.
Los disparos retumbaron en el almacén y Flaherty cayó abatido entre las botellas de whisky de contrabando. Le toqué con la punta del pie y comprobé que estaba muerto.
Luego me volví hacia Helen y le dije:
—Coge tu abrigo, muñeca. Nos vamos. Dentro de unos minutos, esto se llenará de polizontes.
—Léete, yo qué sé, el Quijote, el Don Juan Tenorio, o algo por el estilo —decía mi padre.
Recuerdo que cierta vez me llevó a una portería de un barrio próximo. Era un cubículo minúsculo y oscuro, húmedo y maloliente. Un auténtico tabuco ocupado por una estufa catalítica, una silla, un calendario colgado con una chincheta y una pequeña mesita. Trabajaba allí un hombre enfundado en un mono azul (bastante sucio); rondaría los sesenta años, tenía un rostro amarillento, enfermizo, y sobre su mesilla se apilaban cerca de cuarenta, cincuenta novelillas baratas como las que yo devoraba.
—¿Ves? —me dijo mi padre en un aparte—, como no espabiles y cambies de literatura, acabarás como este pobre hombre. 
—Pero papá —le respondí yo—, no compares. Este hombre lee novelas del Oeste y las que a mí me gustan son de gángsters.
—Alguien nos sigue —dijo Helen, mientras miraba por el espejo retrovisor.
—Saca el mondadientes de la guantera —y Helen me alargó la ametralladora—. Creo que vamos a tener una noche movida.
Había, en una calle cerca de mi barrio, una pequeña librería de lance donde, por unas pocas pesetas, se cambiaban novelillas baratas. Los ejemplares que circulaban por aquel antro de suelo quejumbroso, estanterías combadas, ambiente en penumbra y pestazo a tabaco tenían, todos, las cubiertas descoloridas, a veces rotas, de tantas manos por las que habían pasado. Por un duro, uno podía dejar sus novelitas antiguas y llevarse cuatro o cinco para la semana siguiente. A veces me leía dos en un mismo día. A veces, cuando iba por la mitad, me daba cuenta de que ésa ya la había leído.
—Acelera, Joe. Los tenemos encima.
—Calma, muñeca. Y no grites. Sabes que me pone muy nervioso que me griten.
La verdad es que mi padre tenía razón. ¡Anda que no he gastado tiempo, años enteros, en la lectura de estas novelillas, en lugar de dedicarme a obras más intelectuales! Un tiempo que podría haber invertido en leer, digo así de golpe, El cuarteto de Alejandría, Hacia el faro, el Tractatus de Wittgenstein (o como se escriba), a Heidegger (como se escriba también), a Schopenhauer (es lo que tienen estos nombres) y a tantos otros sobre los que hoy tengo insondables, irrellenables lagunas. ¡Madre mía, la de tiempo malgastado! Tiempo y dinero, porque han cerrado la librería de intercambio y a ver qué hago yo ahora con los librillos que tenía para canjear. Mi amigo Z, especialista en literatura simbólica de la segunda mitad del siglo XX, ya me ha dicho que no los quiere.
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