Remembering Pitis
del ebook A esto llevan los excesos
Algunos lo saben ya, pero lo digo ahora para los asiduos de este modesto blog. Durante casi —cuento con los dedos— diez años, trabajé de cartero por las calles de Madrid. Desde los 25, más o menos, hasta casi los 40, con un periodo de excedencia en medio para intentar asentarme en el mundo de las letras, con un éxito fácilmente descriptible. Entonces me pareció una época horrorosa, mientras el mundo medraba y triunfaba en torno, pero hoy miro ese tiempo con nostalgia. En el fondo, fue muy divertido. Quizás un día escriba algo sobre eso; puede que no quedara mal: las persecuciones de los perros, la entrada en prostíbulos para entregar un certificado, los albaricoques que me daban las monjas cuando pasaba por su puerta, las firmas en casa de los ricachones y diez minutos después en la de los pobres de pedir. Fue curioso, sí.
De vez en cuando, me acuerdo de aquellos días en que repartía por el barrio de Peñachica. Peñachica, ya lo habrá supuesto alguien, está al lado de Peñagrande, y esto fue a los inicios de mi carrera postal. Había asentado allí un poblado chabolístico gitano —inmensamente menor que la Celsa, las Barranquillas o la Cañada Real, pero chabolismo al cabo— y yo llegué allí, el primer o segundo día, con mi carrito y un envío para un tal Heredia. Aquello era un caos de casuchas y barro y le pregunté a un señor muy serio que, vestido de negro y con una garrota entre las piernas, estaba sentado al sol en una sillita. El primero al que encontré.
—¿Conoce usted a Rafael Heredia? (me parece que ése era el nombre).
—Depende. ¿Para qué lo quiere saber?
—Soy el cartero. Vengo a traerle un giro (ése era, en efecto, el envío que llevaba: 30.000 pesetas, procedente de no sé qué organismo de Integración Social).
Para mi sorpresa, el hombre aquel se identificó como el propio Rafael Heredia, mostrándome un carnet más doblado, redoblado y sobeteado que el salvoconducto de un espía. «Pues tenga usted la pasta», le dije, y se la solté. Recuerdo que era julio y estaba sudando (yo). El hombre levantó la vista del parné y se me quedó mirando. «¿Mucho trabajo?», me preguntó. «Pues sí. Me parece que voy a parar un poco a echarme un cigarrito. ¿Quiere usted?», y le ofrecí la cajetilla para que cogiera uno. El hombre se me quedó mirando y luego, muy lentamente, tomó uno de los Fortuna que le ofrecía. «Tenga usted fuego», le dije. Y nos echamos un cigarrito.
Recuerdo que dos o tres personas se asomaron a la puerta de sus chabolos y se quedaron mirándonos desde allí. Muy fijamente. Parecía extrañarles mucho eso de que aquel señor de negro, garrota y sombrero —se me había olvidado decir esto del sombrero— estuviera fumándose un cigarrito conmigo.
El poblado ya se ha derruido y la gente ha sido realojada. Decían que eran chungos, pero yo, desde luego, nunca tuve queja de ellos. Todo lo contrario. Era entrar en el poblado y la gente saludarme, muy atenta. «Carterito, ¿quieres un café de puchero?». «No, gracias, señora, que luego no duermo». «Hola, cartero», «¿qué hay, cartero?», me saludaban los niños que correteaban por ahí. «¿Qué tal, amigo? —me preguntaba Rafael Heredia desde su sillita—, ¿hay algo para mí?». «No, hoy no hay nada». «Bueno, pues adiós, otro día será. Y ya sabe, si nesecita algo...».
Ya que estoy en remembranzas, recuerdo que desde allí, según el plano que me habían dado en la cartería, comenzaba el camino a la estación de Pitis, que estaba dentro de mi sección. «No hace falta que vayas a diario. Una vez a la semana está bien», me dijo el jefe. «Ah, y cuando vayas vete con cartera, no con carro». «Qué raro es todo esto», pensé. Un jueves llegó, por fin, el día de subir a la estación. «Ahí vamos, Pitis», recuerdo que me dije, ajustándome la cartera. «Sitios peores he repartido». Y eché a andar por un camino de arena.
Su puta madre.
Era julio, no sé si ya lo he dicho, y a la hora o así de estar caminando por aquella vereda desértica el horizonte comenzó a nublarse ante mi vista por efecto del calor. Unos extraños pájaros daban vueltas sobre mi cabeza. Vi un par de cráneos vacunos en la cuneta del camino. Vi los restos de mi antecesor en la sección, que un día no había vuelto del reparto y todo el mundo daba por supuesto que había regresado inopinadamente a su pueblo de Galicia. Oí, y vi, a un coyote aullar sobre una roca. Una serpiente, un crótalo, pasó arrastrándose a unos centímetros de mis pies.
Estoy exagerando un poco. Pero lo que sí es cierto, rigurosamente cierto, es que cuando, al cabo de una hora de camino, llegué a Pitis, justo entonces una bola de maleza pasó rodando sobre la arena frente al edificio de la estación, única construcción en kilómetros a la redonda. Recuerdo que me quedé atónito y luego comencé a reírme. Sudoroso, sediento, fatigado.
De cartero se vivían momentos muy divertidos.
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