Mi amigo Benito (A esto llevan los excesos, de Miguel Baquero)

Mi amigo Benito

del ebook A esto llevan los excesos
de Miguel Baquero
 
 
 
A mi amigo Benito, uno de mis mayores lectores. 
Le deseo que se recupere pronto de su operación de cataratas.
 
Esta historia comienza hace nueve años, un poco más. A finales de 1999 salió a la calle la primera edición de Vida de Martín Pijo, en formato más pequeño y firmado como Anónimo. El libro no tuvo mayor —ni menor— repercusión y mi vida siguió por el derrotero acostumbrado: trabajos ocasionales, publicaciones esporádicas, rechazo de editoriales... Cierta tarde, hará ahora cuatro años, e instalado ya como cartero, recibí de pronto, en medio del reparto, una llamada en mi móvil. «Número desconocido», rezaba en el visor.
—¿Miguel Baquero? —me preguntaron a bocajarro. Yo me extrañé bastante porque Miguel Baquero es el nombre que utilizo para escribir; en la vida real, y civil, mi nombre es otro.
Quien preguntaba era, por la voz, un señor mayor, más de sesenta años le calculé de oídas, y nunca mejor dicho. Tenía un deje algo raro y hablaba con aplomo y confianza en sí mismo. Usaba ese tono, en fin, de los hombres de negocios. Al considerar lo cual, confieso, me dio un vuelco el corazón. «Ya está aquí», me dije. El mirlo blanco.
—¿Eres tú el autor de una novela que se llama Vida de Martín Pijo? —¡date!, me dije, ya no hay duda: el mirlo—. Llevo buscándote varios años —y te puedo asegurar, amigo bloguero, que, aunque la mañana estaba nublada, el cielo en aquel momento se abrió y comenzó a brillar de una manera espectacularmente azul. Más azul cuando me sugirió que tuviéramos una cita en su despacho (luego no estaba equivocado: era empresario).
—Claro, claro —balbucí—. ¿Hoy mismo dice? Sí, no hay problema —respondí, mientras le arrojaba a un conserje el correo que tenía para ese portal. «Repártalo usted, hágame el favor, Me tengo que ir pitando».
Cuando llegué al despacho donde me habían citado, encontré que no pertenecía a ninguna editorial, sino a otro tipo de negocios. Legales, entiéndase. Aun así, la sonrisa franca con que Benito, como se llamaba —sesenta y pico años tenía, efectivamente—, me salió a recibir, y el amable modo en que me invitó a pasar a su despacho, hizo que muy pronto se desvaneciera una posible decepción. Tanto más cuando Benito empezó a hablar y se mostró como una persona inteligente, divertida y con un delicioso toque gamberro. Enseguida se lanzó a hablarme de las circunstancias de su vida:
—Yo he sido toda la vida empresario, pero he decidido desentenderme ya de los negocios y dedicarme, a partir de ahora, a las dos cosas que más me gustan en esta vida, a mis dos auténticas pasiones: la literatura y los espárragos.
Y como yo me riera, dijo: «No te rías. Hablo en serio, mira», y abrió la puerta de un armario de su despacho y encontré que, del suelo al techo, estaba lleno de latas de espárragos, la mayoría de Navarra. Por lo que me contó, iba ex profeso a buscarlas, largos viajes nada más que para adquirir un par de latas de una marca nueva.
—Esto en cuanto a los espárragos. En cuanto a la literatura…
Y aquí me dijo que tenía ya muchos años y había leído muchas cosas, buenas y malas, y que a esas alturas no le llamaban ya la atención los best-sellers y sí, claro, los grandes escritores siempre serían grandes, pero ya estaba un poco saturado de ellos. A él le interesaba ahora otro tipo de cosas, fuera del mercado. Al margen de lo oficial. Y aquí me llenó de orgullo y satisfacción, como dice aquel otro, saber que me había leído y que desde hacía tiempo me andaba buscando.
No hace falta decir que simpatizamos. Desde ese día, solemos reunirnos en su despacho cada cierto tiempo para hablar de libros, de escritores y, sobre todo, de la vida. Benito ha vivido mucho, ha visto mucho, ha conocido a mucha gente importante y cuenta unas anécdotas deliciosas. Algún día me gustaría reunirlas todas. De momento, baste una para dar idea de nuestras conversaciones —más bien del modo en que él cuenta y yo le escucho—. Podría titularse «El tranvía».
Me cuenta Benito que él era antifranquista, no tanto por convicciones ideológicas como por estética y moral. Se enfada porque en aquellos días, entre la gente movilizada contra el franquismo, no vio a nadie de los que hoy presumen de rebeldes. Dirán los libros lo que quieran, pero socialistas, por ejemplo, no encontró a ninguno; quienes mayormente se enfrentaban al dictador eran los comunistas, esos sí que fueron perseguidos, machacados, represaliados, y finalmente, cuando la democracia advino (ésa es la palabra), relegados y ninguneados. Pero esto sería largo de contar.
El caso es que cierta mañana, en medio de una revuelta universitaria en la que andaba metido mi amigo, a alguien de los manifestantes se le ocurrió la idea de volcar un tranvía. «¿Tú sabes la mole que es un tranvía?». Sin embargo, pronto comenzaron a arracimarse de todos los puntos manifestantes con el objetivo de volcar el tren.
Enseguida cientos de hombros, miles de manos, un ejército de alientos entrecortados empuja el vehículo, que comienza a bambolearse. Se respira un ambiente de intensa camaradería, de hermandad en el esfuerzo, un esfuerzo titánico, imposible. «Ya se mueve, ya se mueve». Sudor, gritos de ánimo, el crujido de los hierros. Y de repente, el tranvía que se vence hacia un lado y cae. «En mi vida he oído un estruendo como ése». La gente salta y se abraza, alborozada, radiantes los ojos, hasta que por un lado de la calle aparecen los grises y hay que echar a correr. Pero todos corren con una sonrisa en los labios. El tranvía está en el suelo. «En mi vida he sentido una sensación como ésa. Una sensación de plenitud». Aún hoy se lo repite con orgullo: «Joder, macho, yo tiré un tranvía».
 
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