Benito, mi amigo (El mundo es oblongo, de Miguel Baquero)

Del  libro El mundo es oblongo, de Miguel Baquero
 
Suena el teléfono un domingo, bastante temprano.
—¿Qué hay, Benito?
Porque es el nombre de mi amigo Benito el que aparece en el visor del móvil.
—No soy Benito, soy su hija —me contestan—. Estoy llamando a los contactos de su agenda, para decirles que mi padre falleció anoche.
Acudo al tanatorio tan pronto puedo. Vago por allí, no conozco a nadie. En una de las coronas que le han comprado sus amigos pone, simplemente: «Un hombre libre». Me informó de quién es su mujer, y su familia. Les doy el pésame…
En mi anterior miscelánea, A esto llevan los excesos, hablé de mi amigo Benito, de cómo le conocí por una de esas casualidades literarias, de cómo durante un largo tiempo fue mi mejor, y a veces mi único, lector, de cómo establecimos la costumbre de una vez al mes, poco más o menos, pasarme yo por su despacho —donde, pese a estar ya jubilado, pasaba buena parte de las tardes aconsejando en su negocio— y echar allí una charla al comienzo sobre libros, y a los pocos minutos ya sobre las cosas de la vida. Tres o cuatro veces acudimos juntos a la Feria del Libro del Retiro…
Benito había viajado mucho, había vivido mucho, había visto otro tanto, había leído casi con avaricia, y yo, en la mayoría de nuestras reuniones, me limitaba simplemente a oírle contar, arrullado por su experiencia, por su sabiduría y, como bien decía la corona de flores, por la libertad de su pensamiento. No debía favores a nadie, no tenia obligaciones para con ninguno, más allá de las familiares, y nunca se había plegado ante ningún poder o ante ninguna presión ya política o ideológica. A veces —porque la vida nos reserva estos sustos— había tenido que asistir a reuniones de gente importante, frecuentar las altas esferas donde se deciden las cuestiones cruciales, pero incluso entonces, y aunque obligado por el ringorrango hubiera tenido que acceder a ciertas hipocresías, siempre había sabido mantener, al menos, el sentido del humor para captar el lado ridículo de todo aquello y reírse luego de la situación cuando fuera el momento, como, por ejemplo —y de esto me enorgullecía yo interiormente—, cuando quedara para hablar de libros con su amigo Miguel Baquero.
Es fácil, siempre he pensado, decir que uno desprecia los honores y agasajos cuando está bien lejos de que se los hagan; mucho más difícil y reservado a unos pocos está decir lo mismo cuando por costumbre pululas allí por donde los dan.
Poco tiempo le conocí para lo que yo hubiera querido, pero durante estos ¿tres, cuatro años? siempre me maraville de todas las anécdotas que parecía tener acumuladas y que narraba con una soltura envidiable, porque mi amigo Benito —y esos son cosas que da el «tener mundo»— era un excelente conversador. A veces, cuando salía de nuestras reuniones, llegué a pensar en, algún día, sentarme con él tranquilamente y, armado yo de un bloc de notas o algo así, extraerle toda aquella experiencia que, no dudo, hubiera dado para sustento de una novela. Ahora todo aquello —me recorre un estremecimiento— está perdido. ¡Si yo hubiera adivinado, simplemente, que cuando le vi hace ahora tres semanas iba a ser la última vez! Pero uno siempre piensa que tranquilo, queda tiempo por delante…
He estado pensando ayer y hoy en qué anécdota, de las muchas suyas, traer aquí —otras habrá que, y discúlpeseme la libertad que me tomo, desmenuzadas o bien batidas iré vertiendo sobre las cosas que escriba en el futuro—. Una anécdota en bruto, como aquella del tranvía que ya conté en mi anterior miscelánea. Al fin me decido por esta, que —pido disculpas de nuevo— estoy seguro de que no es la mejor:
Ocurrió hacía finales de los cincuenta, primeros de los sesenta. Antifranquista, siempre me dijo, «por estética» —y en este punto inefablemente se enfadaba con aquellos que, muerto el dictador, salieron a presumir de su labor de oposición, cuando él los había visto acomodados en las poltronas, o babeantes por acceder a ellas; y aún más con los que decían haber combatido a los padres y ahora estar dispuestos a combatir a los hijos, cuando los padres de esos mismos que así se desgañitaban habían sido agraciados con un juzgado, o una concesión, o un monopolio, y hasta los mismos hijos habían arrebañado algún enchufe, algún carguito, alguna prebenda… pero me estoy yendo del asunto—. Antifranquista estético, decía, y ácrata irreductible, cierta noche de invierno que, en la época que he citado, paseaba, solo y estudiante, por la calle Alcalá, vio en el escaparate de la librería que aún hoy existe frente al Círculo de Bellas Artes, expuesto, el libro de un capitoste del régimen. Sintió entonces, por lo que me contó, tal repulsa interior, tal rabia que, sin premeditación ni cobertura alguna, tomó una papelera y la estrelló contra el cristal. Al ruido, escalofriante me dijo, de la rotura del cristal, que nunca había sospechado tan estruendoso, quedó atónito, hasta que el sonido de un silbato cercano y otro un poquito más allá le hicieron sacudirse el estupor y salir por patas calle Alcalá adelante.
Era invierno, ya se ha dicho, él se cubría con un gabán muy pesado y le parecía oír detrás de él, a apenas unos metros, los zapatazos de alguien a la carrera. Sin mirar atrás, porque no sabía por qué tenía la idea de que, si miras para atrás, te agarran fijo, siempre a la carrera llegó a Cibeles, pasó Cibeles…, la puerta de Alcalá…, siguió subiendo, pasó frente a la estatua de Espartero…, luego llegó al cruce con Goya y siguió adelante…, todo esto sin parar de correr y sin mirar atrás…, alcanzó al fin la calle Alcántara, donde estaba de pensión…, por suerte encontró el portal abierto de donde se alojaba, se arrojó dentro…, a la carrera subió las escaleras, llamó al timbre nerviosamente, sin mirar atrás…, los segundos que tardaron en abrirle se le hicieron eternos…, cuando al fin entreabrieron apenas la puerta, la acabó él de abrir de un empujón, siguió corriendo por el pasillo…, llegó a la habitación que ocupaba, se tumbó encima de la cama, con gabán y todo, y luego se echó la colcha por encima…
—A veces las personas, por el miedo, hacemos unas cosas… —concluyó. 
 


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