Alguno me preguntaba por el motivo de cerrar mi anterior blog, A esto llevan los excesos, que tan bien me iba, y abrir éste pocos días después, en lugar de continuar con el otro. El asunto, desde luego, no parecía tener lógica; sin embargo, existió una razón para ello. A lo mejor absurda, pero hubo una razón.
A primeros de junio, poco más o menos, me llevé mi enésima desilusión editorial. La publicación de una novelilla, que iba a ocurrir en breve en una pequeña, minúscula editorial, se vio de pronto clausurada.
—No va a salir —me dijo el editor—. Es más, lo dejo todo. Me retiro. Me voy.
—¿Adónde? —le pregunté.
—Lejos. Muy lejos. A un lugar donde nadie pueda enviarme manuscritos.
Aquella decisión de quien hasta entonces yo llamaba «mi editor» obró en mí como un aldabonazo. La clausura de la edición, lejos de hundirme definitivamente, me hizo reaccionar. Comprendí, de pronto, que ya estaba cansado. Verdaderamente harto de esperar que alguien reparase en mí, que me hiciera el favor, que me obrara el milagro. Hastiado de aguardar a que un Deus ex machina me sacase de la crisis, y entretanto esto sucedía, lloriquear por mi mala suerte. Ese no es el camino. Las soluciones no se esperan, las soluciones se provocan. Era yo quien tenía que empujarme a mí mismo, quien tenía que trabajar por mí, porque si yo no lo hacía, desde luego nadie iba a hacerlo en mi lugar. Dios ayuda —dice el refrán— a quien se ayuda a sí mismo.
—Mira tú este con sus filosofías a lo Paolo Coelho —podrá aducirme alguien con ánimo de faltar.
Sea como sea, en junio se acabó, en gran medida, una forma de ver la vida, no sólo literaria.
En aquel entonces, yo llevaba más de dos años con mi A esto llevan los excesos, y mi amigo Benito me insistía, desde hacía tiempo, en que bien podría hacer una recopilación e intentar sacarla como libro en papel. Estuve repasando lo que llevaba hasta allí y vi que no sólo era factible sino que, sorprendentemente el conjunto tenía su lógica. Era algo así como una crónica de la pérdida de la ilusión y el fin de los sueños, pero, curiosamente, no resultaba un relato trágico, sino humorístico... valga la inmodestia. Bien mirado, y modestia aparte de nuevo, podía quedar un libro con su aquél.
He dedicado el lapso entre los dos blogs a recopilar, seleccionar, corregir. Con el archivo word ya pulido, ahora empieza otra historia. Otra historia, otro blog, El mundo es oblongo: paseos, aventurillas, historietas… pero esta vez sobre el fondo, nunca visto :-), de un tipo que pretende autoeditarse un libro. Un tipo cargado de ilusión, porque el sueño sigue siendo el mismo, en realidad, pero esta vez las reglas, en cuanto sea posible, las va a imponer él. O sea, yo. Se acabaron las presentaciones tristes y desangeladas, el esfuerzo agónico por colocar un libro donde se vea, las súplicas a los periódicos por que te hagan caso, las reseñas que te aseguraron iban a escribir y al final no escribieron... Parir un libro y asistir luego, desolado, a cómo se pudre entre falsas promesas.
Adiós a todo eso. No quiero un libro triste. Sacar un libro no es una inversión, es un acontecimiento como las mañanas soleadas, como los paseos por el campo, como el césped recién cortado, como una buena jarra de cerveza fría. Hay que vivirlo con una sonrisa. Sé de sobra que no le harán hueco en las librerías; no hay problema, lo venderé a través del blog, tan asequiblemente como pueda, a los veinte, treinta, cuarenta chalados a quien les pueda interesar. Lo meteré en un sobre con mucho gusto, un saludo, un abrazo, un lengüetazo si el sobre no es autoadhesivo. Sé que quizás, seguramente, no llegue a ningún lado —no llegue yo, el sobre es fijo que alcanzará su destino gracias a Correos— pero nadie va a quitarme la ilusión de fracasar a mi manera.
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