Cuando yo era chaval —de esto que voy a decir se acordarán muchos— alguna vez proyectaban en los cines películas calificadas como «S». Eran ciertas películas para mayores de 18 años a las que se añadía la «S» porque, en razón de sus contenidos eróticos o violentos, «podían herir la sensibilidad del espectador». A mí, desde que leí este lema por primera vez, siempre me causó mucho impacto eso de la herida «en la sensibilidad del espectador», porque la tal herida se me figuraba entonces que debía de tener un matiz definitivo, algo así como una lesión o una tara que al pobre espectador se le quedaba ya para los restos. Luego estaban, ascendiendo por la escala de las calificaciones, ya en la cumbre, las películas «X», pero esas se hallaban confinadas a cines especiales, muy lejos de mi universo de chaval corriente con cien pesetas en el bolsillo… bueno, ochenta y cinco, porque había comprado tres cigarrillos sueltos en el quiosco de periódicos… de chaval corriente, decía, que zascandileaba con los amigotes hasta no más tarde de las diez por la calle Bravo Murillo arriba y abajo, y que alguna vez se quedaba extasiado cuando veía que, entre los estrenos de la semana en los pequeños cines que salpicaban la avenida, había alguna película calificada como «S».
«Advertencia: Esta película puede herir la sensibilidad del espectador.»
Hubieron de pasar algunos años y unos cuantos centímetros para que al fin, un día, me decidiera a dar el paso, y acompañado de algunos coleguillas que también habían crecido y podían colar por mayores de edad, nos atrevimos a entrar en la oscuridad de un cine donde se proyectaba una película «S». Lo que en su día me pareciera un triunfo: acceder al otro lado de los cortinajes, de pronto, con la entrada ya en la mano y burlado el portero, se me figuró algo temible. Me invadió de repente el miedo, tengo que reconocerlo, a lo que pudiera encontrarme al otro lado del pesado telón, dentro de la sala oscura de la que salían voces y destellos luminosos —porque lo habitual eran, en aquellos días, las salas de sesión continua, en las que se proyectaba la película una vez tras otra, y tras otra, y tras otra, con lo que era posible que el espectador llegase al cine con la trama a medias, sí, pero a cambio podía quedarse a ver la peli otra vez si le había gustado, o echarse una cabezadita si le apetecía, y hasta pasar toda la tarde bajo el aire acondicionado, que era lo más común…—. Pero esto acotado entre guiones ocurría en las salas comerciales dijéramos normales, durante las proyecciones dijéramos corrientes. Cuando en el cine echaran películas «S» quién sabe lo que ocurriría. Me asustaba, a solo un paso de penetrar en las tinieblas, ir a caer, sin haberme precavido lo suficiente, en medio de un frenesí de espectadores perturbados, herida su sensibilidad en algunos casos desde las 4 de la tarde, que se había abierto el cine. A mis compañeros, bien lo vi de reojo, les atenazaba el mismo acojone que a mí, y nada más pasar por un lado del telón y acceder por fin a la sala nos precipitamos dentro prácticamente a la carrera y nos acomodamos de cualquier modo en la primera fila de butacas que hallamos…
—Eh, no me dejéis en la esquina —musitaba, implorante, el que había pasado el último, el menos espabilado. El que había quedado más expuesto al ataque de los espectadores depravados perdidos.
No recuerdo cuál fue la peli que vimos, ni de qué iba, más que de vez en cuando se veían tetas, y culos —femeninos, por supuesto—, y gente remedando el acto sexual. Por supuesto que yo no era tan pánfilo como para no haber visto nunca nada de eso o para no saber de qué iba el asunto, pero en ese momento, a los pocos minutos de sentarme en la butaca, noté crecer dentro de mí algo así como una cosa inexplicable que a las dos escenas, escasamente, de proyección me hizo exclamar para mí:
—Hale, ya está, ya se me ha jodido la sensibilidad.
No me extenderé más sobre la película ni sobre otras cosas que vi dentro del cine; sólo diré que yo acababa de cumplir quince años, y debió de coincidir con el visionado de aquella película que, a partir de entonces, no pensara en otra cosa que en lo que ya te imaginas, amigo bloguero. Y los ojos se me iban por la calle detrás de las zonas erógenas de las mujeres —eso de «zonas erógenas» lo leí por esos días en un libro—, mujeres de no importaba mucho qué edad, esa es la verdad; yo no tenía de pronto otra cosa en la cabeza más que lo que te cuento, y todos mis objetivos en la vida estaban encaminados a lo que te digo, y por las noches no pensaba en otra cosa más que en lo que ya sabes. Que pasé unos añitos muy alterado, en resumen, y todo lo atribuía yo, aunque no me atrevía a decírselo a nadie, a aquella sesión de cine que, sin duda, me había herido la sensibilidad con carácter ya irremediable. «¿Quién me mandaría a mí?», me decía algunas noches, convencido de que si no hubiera asistido aquella fatídica tarde a la proyección de la película S no andaría tan salido —digamos ya las cosas claras—, no tendría la sensibilidad tan fuera de control, que era ver una mujer y disparárseme, como por resorte, la mirada a las tetas. En resumen, que muy raro, muy, muy raro, me empecé a encontrar yo desde aquel día…
…Y ya que estamos en tiempo de confesiones, me atrevería a decir que hasta ahora. Porque si bien es cierto que se ha estabilizado el tema de la salidez, aún me quedo muchas veces asombrado de cómo mi gusto, en muchas ocasiones, sobre todo en temas estéticos y más aún literarios, no coincide en absoluto con el de la mayoría; de cómo lo que a casi todos asombra a mí me deja indiferente, y viceversa; pero no quiero ir de elitista, porque con más frecuencia ocurre que lo que los exquisitos alaban como excelso y egregio a mí produce erisipela, ya que nos hemos puesto a hablar fino y con la –e. En conclusión, que me noto yo que tengo el gusto estragado, la sensibilidad hecha polvo y sin posibilidad de recuperación, y todo esto no dudo que viene provocado desde aquel día funesto que he contado.
Y no puedo decir que no me lo habían advertido.
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