Me he ido unos días al pueblo. Casillas. En el valle del Tiétar. Me relajo. Pienso en otras cosas. Paseo por el campo. Hace un poco de frío. Por las mañanas. Para ser agosto.
Te preguntarás, amigo bloguero, por qué de pronto estoy hablando de este modo como telegráfico. Bien, ahora que parece que la he despistado te lo puedo contar. Subiendo hacia la dehesa del Fraes, pese a lo hermoso del nombre he tenido que atravesar por una zona minada de restos vacunos —plastas, para entendernos— y una mosca que revoloteaba en aquella biomasa, de pronto, y no sé por qué razón, ha reparado en mi presencia y ha dado en arremeter contra mí. Primero ha pretendido introducirse por mi nariz; yo he bufado y entonces se me ha querido meter en la oreja, a lo que me he dado una palmotada y ha levantado el vuelo, pero sólo para posarse, unos segundos después, en mi ceja; la he espantado y ha intentado, a continuación, colárseme en la boca... Así, no te exagero, amigo bloguero, durante un par de kilómetros, casi veinte minutos; por eso era que escribía como dándome palmetazos.
Era la misma mosca, no varias que se fueran turnando, sino la misma que me agredía y hasta me empujaba una y otra vez. En mi vida había visto mosca tan pesada. Al final no he tenido más remedio que detenerme, encararme con ella y, con un tono casi suplicante, decirle:
—Pero, ¿se puede saber qué le he hecho yo? —omití el tuteo, por si acaso—. Haga el favor de dejarme en paz, se lo ruego.
Quedaba un poco raro, ya lo sé —¡cualquiera que me viese!—, ponerse a hablar así con una mosca en mitad del sendero. Pero es que yo siempre he sido partidario del diálogo.
Pese a todo, está visto que con las moscas no se puede razonar. El insecto no se avino a razones y siguió persiguiéndome durante otro medio kilómetro. Hasta que, de pronto, e ignoro por qué, desapareció. Otras vinieron en su lugar y se fueron turnando, pero ninguna tenía la ferocidad de aquélla.
Al contar sus paseos por el monte, todo el mundo gusta de ponerse bucólico y habla de los aromas que flotan en el aire, de la sombra que ofrece el arbolado, del monótono y acogedor sonido de la chicharra... Pero pocos hacen mención a las moscas; entre los escritores sólo he visto hablar de ellas al gran Wenceslao Fernández Flórez, quien en uno de sus cuentos habla de un gallego que, harto de las moscas de su pueblo y en especial de una que le acosaba sin descanso desde hacía varios años, decidió marcharse al Nuevo Mundo, con la confianza de que allí las moscas no serían tan pesadas; pero al desembarcar en Montevideo descubrió, espantado, que aquella mosca acosadora le había seguido desde Pontevedra, escondida en el equipaje.
Algo libre ya de revoloteos, llego a la dehesa del Fraes y contemplo el panorama. Espectacular. Me siento en una peña a descansar y respirar hondo lo aromático del aire, antes de emprender la bajada. Llevo algo de miedo, lo confieso. Estoy atravesando la zona de las bostas, casi sin respirar, cuando de pronto ¡horror! Aquí está. Es ella. Se me posa en el cuello. Manoteo y salta de allí. Me ataca directamente a los ojos. Me da empellones. Está más furiosa que antes. Yo no sé qué le habré hecho. Por qué la ha tomado conmigo. Acelero. Sigue ahí. Echo a correr. ¿Cuándo acabará esto?
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