El novelista Miguel Baquero |
En la introducción al anterior volumen de mi «experiencia bloguera», A esto llevan los excesos, donde se recogía una selección de entradas de la bitácora del mismo nombre, hablaba yo de cómo fue mi entrada y mi salida de esto de los blogs. Esta última, decía entonces, mi salida, no obedeció a ninguna razón turbia o inconfesable, sino que estuvo motivada por el cansancio, lo reconozco, y la falta del aliento necesario para mantener una mediana calidad en lo que escribía —en comparación con tantos otros blogueros como por el ciberespacio desgranan textos admirables con una (no sé si aparente) espontaneidad y una frescura literariamente impecable—; y estuvo motivada también por el agotamiento de tener que contestar, como exige la más elemental educación, y aun contentar a todos los comentaristas. Pero como todo esto de mi desmoronamiento viene bien explicado —o así espero— en el libro que sigue, y el prólogo al anterior quedó —o eso me dicen— poco serio, tal vez sea ésta ocasión para vestirme de traje, anudarme la corbata y hablar en tono más formal de los blogs.
Soy
de los que piensan que los nuevos tiempos exigen nuevos modos, y que no porque
un formato, un estilo o una manera de expresarse haya dado resultados durante largo
tiempo tenga por ello que permanecer vigente años y años, y generaciones y
generaciones, sin que sea preciso en determinado momento buscar una forma distinta
y más adecuada a la época. No se trataría tanto de renovar por renovar
como, según reza ese otro dicho, renovarse o morir… aunque no sé por qué
estoy perdiendo el tiempo en teorizar sobre todo esto, cuando bastaría decir
que la simple naturaleza de las cosas impone, de forma espontánea, estos
cambios de formas y registros. Que es tan normal para el hombre como respirar
encontrar de pronto las cosas caducas, obsoletas y tan periclitadas como la
palabra «periclitada». Las aves
sencillamente vuelan y somos nosotros, desde abajo y con prismáticos, quienes
intentamos encontrar un sentido a sus evoluciones. Así pues, llegaron los blogs
como una forma de escritura nueva sencillamente porque tenían que venir:
fueron el producto lógico de una época —al menos de unos años— y durante un
tiempo cumplieron una función —función literaria, por descontado— oportuna.
Los blogs,
por ejemplo, favorecieron la inmediatez de la comunicación en unos tiempos —aún
vivimos en ellos— en que, por mor de los intereses del mercado, que exige
rentabilidad a su inversión en resmas de papel, publicar se había convertido
casi en un asunto heroico… pero, sobre todo, en algo que no podía encajarse
dentro de ningún parámetro, pues ver uno sus letras impresas dependía ya no de
la calidad de lo escrito, de la personalidad del texto o de la originalidad de
la ficción, sino de coincidir con una moda, una corriente o un vaivén del
gusto… con algo, en fin, que escapaba a toda presunción estética o ideológica y
caía en el plano casi de las casualidades. Haber escrito el texto justo en el
momento preciso; y al lado de estos pocos «acertantes»,
una legión de escribidores sin fortuna….
………………………….
…Y
aquí pongo puntos suspensivos para dudar de lo escrito arriba y admitir que,
¡sea!, en realidad no haya nada de lo dicho. Admitamos que en los tiempos de
que hablo —y todavía, y quizás siempre—,
todo se encontrara dispuesto sutilmente a favor de la calidad, que por inescrutables
designios el mundo favoreciera lo exquisito y al final, ineludiblemente,
venciera aquello que realmente tuviese mayor mérito. Pues bien, incluso
así, quedaba entonces —y si se quiere, queda y quedará siempre—, en lo alto del
embudo, un pulpejo que por su grosería y pesadez no había pasado por el filtro,
pero que, sin embargo, y pese a su mal aspecto, no dejaba de tener su dulzura y
quizás a alguno le apeteciese catar. Los blogs vinieron a favorecer ese
consumo de los posos. Permitieron, por poner otra metáfora, que la gente eludiera
la aduana del papel y lanzara por ahí sus letras sin declarar al fisco… Con el
premio —así a mí me lo parece— que muchas veces sus textos «en negro» tenían el pronto comentario —doy
fe de que, a veces, casi al minuto de ser «colgados»—
de un lector interesado.
Cuando
he dicho «interesado» no quiero decir que
el tal lector esperase ninguna recompensa, que siempre pensamos en lo peor, sino
que ciertamente estaba interesado en lo que se decía. Y casi de forma
instantánea, el bloguero recibía el regalo de tres, cuatro, quince o
veinte matizaciones, a veces también de algún insulto, porque entre el género
humano la estupidez nunca estará del todo erradicada; la gratificación de una
polémica para quien la buscaba; el obsequio a veces de un trato personal o de
unas palabras en correo privado… Para quienes estaban hartos de romperse la
cabeza contra las rotativas alzadas en muros, aquella amigable vecindad era el
mejor bálsamo que se podía encontrar.
A toda esa inmediatez, a esa intercambiabilidad
de los papeles entre autor y lector —uno soñaba a veces con que… suspiro… se
hubiera acabado el rigorismo de los jueces literarios con establecimiento
abierto desde 1909—, se sumaba el que uno, ¡además!, podía largar su rollo —que,
no nos engañemos, es el objetivo supremo de todo rompeteclados— casi sin tener
que dar explicaciones a nadie, ni embutirlo en el entramado de una novela, ni
pedir perdón por ello a los manes de Homero. Uno podía escribir un diario sin
tener que haberse muerto antes. Un diario o, en fin, lo que quisiera… «Si aquí
estamos tan desahuciados como tú», le animaba el lectorado. Esa libertad y ese
goce de no tener que ser solemne por principio, es algo, ya lo sé, difícilmente
explicable.
Y ahora, por último, me voy a poner serio porque
la palabra lo exige: voy a hablar de la «evanescencia». Es palabra dulce, si
bien se escucha, pero es concepto terrible, y esta evanescencia o volubilidad
estaba en el punto de partida de los blogs, como una especie de alianza
con la fatalidad. Todo pasa, nada queda, una entrada sustituye a otra y las
cosas y las letras van discurriendo sin descanso hacia el fondo de la página,
cada vez más hacia el fondo, y pronto pasarán a ocupar otra página añadida —2,
3, 4…— donde el lector ha de tomarse demasiadas molestias para entrar. Todo se
sucede en una cinta podría decirse interminable. Y a veces ocurre también que
el sistema falla, el blog se pierde, el servidor se cae, o simplemente el
autor se cansa, y todo queda entonces enterrado entre paletadas innumerables de
palabras nuevas, palabras que seguirán la misma suerte… Todo va apareciendo, en
fin, cada vez más atrás en los buscadores, hasta que el día menos pensado surja
el inevitable «Page not found»…
Pero tampoco es cuestión de
ponernos tan tétricos. Yo, mal que bien, ya he dicho lo que quería decir en
este prólogo, aunque de nuevo sospecho me ha quedado poco formal. Sea como sea,
aquí va la segunda parte de mi blog…+ Info y descarga del ebook